23.7.07

Saludando de julio el gran paro

Viernes 20 de julio, día de cabildo en La Paz. Bajo la consigna de “la sede no se mueve” el acatamiento de la ciudadanía es total. En cualquier paro de transportes o cívico encuentro algo para llegar a mi trabajo temprano en la mañana, y me doy maneras para desarrollar mis actividades cotidianas normalmente. Hoy es otra la historia, entidades públicas y privadas acatan, las calles están desiertas, lo que más me agrada de esta causa es que de alguna manera todos los paceños, amén de muchos no paceños, estamos de acuerdo en algo. Obviamente hay maneras y maneras de apoyar, en las vecindades de mi barrio (zona sur) poca gente sale de su casa, mi familia planea cocinar algo especial y descansar, “si no fuera tan lejos, yo iría” dice mi hermano, lo mismo que mis amigos de la zona. Prefieren ver el evento televisado. “Gracias por ponerle el hombro a La Paz, eres el orgullo de la familia” dice mi hermano, no sé si en chiste o en serio, cuando estoy saliendo con mi descolorida mochila y vistiendo una chompa guinda.
En la avenida de Cota cota el tránsito es mínimo, pasa uno que otro auto con banderas de La Paz y Bolivia, además de algún apurado conductor. Trato de detenerlos, es incierto el lugar hasta el que pueda llegar, pienso. Opto por bajar caminando cuando un minibús se detiene ante mi tímida señal. “Voy a ir hasta obrajes, de ahí toman otro”, advierte, y me subo sin chistar, una muchacha viene corriendo y el chofer la espera. El minibús está lleno y sube sin premura, la transmisión del cabildo se escucha en la radio, esto parece un paseo. “El Ketal estaba abierto y lo habían querido kalear, han tenido que cerrar”, comenta el copiloto a su amigo que conduce. En la dieciséis de Obrajes hay un montón de trufis subiendo en caravana, son los ATL. Tomamos la 14 de septiembre para esquivar la lentitud de la tropa y, como en un acto de inercia, el conductor llega hasta el final de obrajes y toma la avenida que nos llevará al centro. Conversa, maneja, escucha radio. A este ritmo llegamos a la Plaza del Estudiante. “Hasta aquí nomás voy a subir, servidos”. Intentamos pagar, “no se preocupe, déjelo” rechaza el copiloto. El acceso al Prado paceño es únicamente peatonal. La gente camina con banderas bolivianas y paceñas, otros las deja flamear por las ventanas de sus autos; hay una sola vendedora, y sus tucumanas se acaban en un soplido. Me siento en las gradas de la Biblioteca Municipal, donde voy a encontrarme con dos amigas para subir a La Ceja de El Alto.
No hay de dónde llamar, me pongo ansioso pero en el ínterin llega una de mis amigas, la otra no tardará mucho más. Los autos toman las vías alternas, nuestra caminata empieza en El Prado, bajo el invernal e infernal sol del invierno paceño. Entre chiste y chiste, casi sin darnos cuenta, llegamos a la avenida Montes. “Ese de allá, el de camisita azul, es camba”, comenta Gaby. Es un buen momento para abrir la botella de agua que llevo en la mochila. Nos detenemos por un instante a beber y decidir entre tomar un atajo por el bosquecillo de Pura pura o continuar por la autopista. El bosquecillo gana, y sólo cuando estamos en medio del sendero, sabemos que la pendiente es bastante respetable. Agitado, me acuerdo del un cuento de Bascopé Aspiazu que se desarrolla en este mismo escenario.
“¿Falta mucho para llegar?”, pregunta Pamela limpiándose la frente. “No ya están cerca, esta cuestita nomás es”, le responde un peregrino que viene de bajada. “¿Por qué están volviendo”, cuestiona Gaby, habida cuenta de que también hay bastante gente bajando. “Por razones ajenas a la dificultad del camino, sigan, ya van a llegar”, responde amablemente el caballero. Jamás había respirado una La Paz más amable, han pasado las doce del medio día, el cansancio nos obliga a parar cuando los micros parados en la autopista se hacen visibles. Sacamos el agua, una muchacha agobiaba pide que le invitemos, se la ofrecemos al resto de sus amigos, por suerte hay bastante.
Salimos triunfales al medio de la autopista, hay volquetas de la alcaldía subiendo, no llegarán mucho más lejos, estamos en el punto donde los buses y micros que transportaron a los concurrentes yacen parqueados. Muchísima gente sube, otros tantos ya están de vuelta, a lo lejos, las arterias de la autopista se ven colmadas. Los oradores han empezado sus discursos, en altoparlantes instalados en algunos postes centrales de la autopista se escuchan sus voces cargadas de emotividad, algunos autos también le han puesto todo el volumen a la transmisión radial.
La memoria colectiva de quienes habitamos la hoyada es tricolor, hay muchas más banderas de éstas que de las paceñas. La marcha es interminable, en un punto de transmisión empieza a sonar el himno a La Paz, la gente sigue caminando. “En otro país todos se hubiesen detenido y estarían con la mano en el pecho”, comento. “Cada pueblo tiene su manera de hacer civismo, este no es otro país”, me contesta mi compañera. Para cuando lleguemos a La Ceja el acto habrá terminado, la inamovilidad de la sede se aprueba por mis compañeras y por mí como a un kilómetro de distancia.

11.7.07

El quinto

En La Paz, y no sé en qué otras ciudades, hay unos autos dedicados al transporte público que alguien tuvo a bien definir como trufis. Trufi quiere decir taxi de ruta fija, y yo, como tantos ciudadanos, lo utilizo a diario para ir al trabajo. Cuando me subo al trufi a las ocho menos cinco, sucede algo totalmente distinto de lo que sucedería si me subo a las ocho y cinco.
Los pasajeros de primera hora suelen ser oficinistas apurados, seguramente marcan tarjeta o firman algún cuaderno de control con un inmenso reloj al lado, destinado a evitar el trabajoso ejercicio de poner la muñeca al alcance de los ojos, proceso en el que además se perdería más tiempo antes de anotar la hora de ingreso; al menos en mi trabajo así son las cosas, pero ese es otro cuento, lo importante es que todos vamos apurados a esta hora, misma en que los trufis de Los Pinos tardan menos de cinco cuadras en llenarse. Entonces la ventaja es que nunca va a faltar un pasajero diciendo: maestro, si todos van hasta el centro, ¿podemos ir por la costanera? A lo que el chofer pregunta: ¿todos van al centro? Sí, sí, mejor todo por atrás, así nos evitamos la trancadera, consiente algún pasajero y los circunstanciales compañeros asentimos alegres. Nos quitamos de encima el peso de todos los semáforos en rojo que podrían significar algunos minutos de atraso.
Nótese algo interesante: cuando el taxi de ruta fija deja de serlo, mi día, igual que el de tantos otros, ha comenzado de la mejor manera posible. Puedo subir caminando la cuesta de la Rosendo Gutiérrez, en una de esas hasta me tomo un juguito de naranja en la 20 de octubre, ideal para mi estómago vacío.
Ahora, tomando el auto a las ocho y cinco debo resignarme a llegar hasta quince minutos tarde: la ruta fija de hecho se cumple. Las calles pueden estar saturadas o medianamente llenas, pero nunca límpidas, y en estos avatares que comprometen la nerviosidad del cliente, a manera de pasar el tiempo, me planteo una vez más el eterno problema del quinto pasajero, ¿indigno o sobrante? Algo así rezaba hasta hace poco un inmenso cartel en la avenida Ballivián.
Este quinto pasajero redunda en un dilema así como el de buscarle la quinta rueda al coche o los tres pies al gato, aunque esta vez el asunto estaría resuelto: ahí mismo, al lado del chofer, está el espacio para el quinto pasajero, sacado de donde no hay, tomado de los pelos, funcional y casi inamovible. Dependiendo de las circunstancias, ser el quinto pasajero puede resultar malo, bueno o incluso saludable para el ciudadano de a pie; respetar al cuarto sería también un acto de caballerosidad y amable diligencia. Dos o tres ejemplos.
Las seis de la tarde y media. Todos se están recogiendo del trabajo y en la avenida Montes un respetable caballero abre la puerta delantera del trufi para subir ayudado por su bastón. Más abajo, a la altura de la iglesia de San Francisco, dado que en la Pérez no se para, se agolpan no sé cuántos pasajeros. El chofer impide que uno de más se taquee al lado del respetable caballero. Debería dejarlo subir nomás, yo me acomodo; aduce este último. No señor, ¿cómo lo voy a incomodar así?, contesta el conductor. Por la avenida Mariscal Santa Cruz el semáforo da rojo, un peatón intenta subir pese a que el auto está en el carril medio, se le niega la entrada con un gesto y cerrando la puerta que ya había abierto.
Otro ejemplo. Pasada la una de la tarde el trufi se dirige del centro a la zona sur con cuatro pasajeros. En la 16 de obrajes una muchacha sube. ¡Qué le pasa, está prohibido llevar quinto pasajero!, se altera el amigo que va adelante. La muchacha ya se ha subido incomodándolo y estamos avanzando, el chofer contesta: siempre llevamos, la gente sabe, usted no debe ser gente. Me voy a bajar, el otro todavía sube el tono. Bájese pero me paga. Se baja sin pagar y el chofer baja tras él. Se arrostran y ninguno se anima a lanzar el primer golpe. ¡Vamos al transito!, se sube el alterado pasajero y despotrica buscando ganar lo que para él debe ser una contienda de vida o muerte, ¡vamos al transito carajo!, repite. Si van al transito pierde los demás pasajeros, los otros cuatro nos bajamos sin pagarle; sentencia alguien de atrás. Como estamos en Calacoto, cerca al final de la ruta, esto no le conviene al conductor. Finalmente el alterado amigo se baja en la esquina del que sólo Dios sabrá si era su destino. Paga y sale sin cerrar la puerta. El chofer la cierra y una doñita comenta: se ha debido pelear con su mujer y viene a desquitarse, está mal que haya quinto pasajero, pero qué vamos a hacer, a esta hora tenemos que llegar a nuestras casas, almorzar como locos y volver a salir.
Último ejemplo. Estoy tarde, levanto el dedo índice con intenciones de que el trufi me recoja, hay tres personas atrás y una adelante; encima de que estoy tarde, en un acto de consciencia ciudadana, el conductor me desprecia como quinto pasajero… No hay derecho señores. Es sabido que con tal de llegar a destino, los más de los transeúntes preferimos ir incómodos, doblados en ocho y atenidos a la imprudencia de quien maneja tanto como a nuestra suerte. Ahora también está la posibilidad, acaso remota, de que siendo uno el quinto, la cuarta resulte ser una muchacha de fresco aroma, que acosada por el frío de la mañana, en un acto de tácita o inconsciente confianza, pose la pierna cerca, incluso encima de la del otrora despreciado quinto. Entonces el calor sustituye cualquier incomodidad o palabra de más, el trabajador llega tarde e inexplicablemente contento ante los ojos de quien tiene el ingrato oficio de controlar la hora de llegada. Ese quinto espacio al lado del chofer le ha hecho un bien al universo. Punto.
Las disputas y amistades que se pueden trabar con la excusa del controvertido quinto pasajero, son muchas, y yo pienso que el trufi es un poco como todo, también un poco como nuestro país, la pregunta es: ¿dónde estarán los conductores y pasajeros dispuesto a ceder o compartir algo de su espacio?

2.7.07

Nada, excepto tu ausencia

Nada, excepto tu ausencia, impide la noche. Y la noche va a llegar. Debiera ser suficiente contigo faltándole al espacio de mis ojos, debiera bastar con mi almohada pidiendo tu consejo, rogando tu calor a la hora de la siesta. ¿Dónde está la primera estrella para pedirle un deseo? ¿Dónde mis alas para migrar al extremo donde el sol se olvida del oeste? Me he jactado del silencio que escucho, de la palabra que invoco, de mi soledad. Y aquí estoy, entrampado entre ideas, libros y lápices que esta vez no narcotizan. El reflejo de la última claridad es tu ausencia impidiendo la noche que siempre quiere y consigue habitarme. Riéndose de mis jactancias, tu ausencia es una noción de lo imposible, y de todas formas estoy seguro de que puedo abrir el corazón.