Los chicos de la calle que rescata el Hogar son divididos de acuerdo a la etapa de reintegración social que atraviesan, así, hay una casa en la que se encuentran los más pequeños, tanto en la fase de adaptación a reglas como de inserción escolar. Yo trabajaba en la otra casa, que alberga a adolescentes con mayores responsabilidades: trabajar y estudiar.
Sin duda, en casa de los pequeños las emociones navideñas serían más fuertes y espontáneas; con los adolescentes era otra cosa, primaba una indiferencia general, poderoso escudo contra cualquier sentimiento. Los muchachos mostraron entusiasmo sólo cuando prometí que llevaría mi DVD y que alquilaríamos varias películas para verlas a lo largo de la noche buena.
Los planes se cumplieron casi al pie de la letra. Chicharrón de pollo había sido el plato más votado entre las opciones del menú navideño y, a pedido de la mayoría, comimos mucho antes de las doce. Dada la ocasión, los dieciocho pudieron repetir el plato. Más tarde llegó el director del proyecto con un saquillo lleno de regalos cargado al hombro. Por si acaso: se llamaba Carlos y en nada se parecía a Papa Noel.
Convocó a todos al living, dijo unas cuantas palabras felicitando a los que habían aprobado el año escolar y no habían faltado al trabajo, y una pequeña reprimenda a los indisciplinados que hacían todo lo contrario a lo que deberían. Todo para advertir que los buenos recibirían pantalón, medias y zapatos deportivos; los regulares medias y pantalón; y los peores solamente medias. Los peores eran nada más dos.
Se les repartió la mercancía por orden de lista, bajo firma de documento que certifique el detalle de las cosas entregadas. Según recuerdo, el fin de este formalismo era rendir cuenta a los bienhechores de España, Alemania y no sé qué otros lares que, dentro de su infinita bondad, se dignaban enviar unos cuantos dólares para estos pobres niños víctimas del tercer mundo.
Luego de la repartija, el director se fue volando. Le quedaba la casa de los pequeños y si demoraba mucho, seguramente no lograría llegar antes de las doce a su propia morada.
Quedó el ruido de las bolsas nylon al arrugarse acompañando diversas muestras de insatisfacción.
—¿No quieres comprar estas gambas joven? Su color una huevada, no me gusta, además me aprieta. ¿Cuanto quieres dar? —abría la oferta un chango ante el potencial comprador que era yo.
Otro me ofreció su pantalón porque prefería los anchos bien anchos, y estos apenas eran un poco anchos. Hubo alguno que regaló sus regalos a su compañero. Si le dieron al asunto diez minutos, es mucho. Dejaron todo en sus cuartos y volvieron al living para escoger una película de Jackie Chan y ponerla en el DVD. Los que hubiesen querido ver algo de Manga se fueron a dormir. Algunos se durmieron es su sitio en mitad de la proyección. Pocos acabaron de verla. Todos dormían poco después del final de la película.
En la noche del amable barrio de Villa Copacabana sonaba a todo volumen una versión de Noche de paz que no volví a escuchar en otras navidades, la interpretaba una banda militar y era una onerosa marcha, totalmente alejada del canto de esperanza que yo recordaba en esa melodía.
Después de haber vivido esto, yo me pregunto: ¿sirven de algo las campañas para recolectar ropa y juguetes para los niños pobres? Es probable que a algunos se les regale una sonrisa, otros tantos quedarán descontentos con lo recibido. En todo caso, los más felices terminaran siendo los artífices y colaboradores de las campañas, por el orgullo de haber entregado. Este orgullo es mayor que el del egoísta que sólo compra cosas para sí y para los suyos. El conflicto del niño de la calle va mucho más allá de lo que vaya a recibir en navidad, al igual que el conflicto de todo ser humano, yo tengo claro eso a la hora de dar o no dar limosna.