Habré tenido unos ocho o nueve años cuando el accidente ocurrió. Recuerdo la gran máquina en la que me recosté para que me sacaran una tomografía. Nadie sospechaba que me irían a descubrir un coágulo de sangre. Es más, nadie lo creyó luego de que tomasen el examen. Entonces no lo comprendía y, ahora que reconstruyo la historia, entiendo que debe ser grave que de buenas a primeras, una persona sin rostro te diga: “tu hijo debe ser sometido de inmediato a una operación para extraerle un acumulo de sangre del cerebro”. Tan grave y difícil de creer, que es necesario buscar una segunda opinión. Lógicamente mis padres fueron a buscar otra máquina de tomografías, pero esperaban además un hombre de sonrisa afable diciéndoles que la masa gris de su hijo no presentaba ningún punto rojo. Resulta que tampoco allí había rostro alguno, y que la máquina confirmaba el anterior diagnóstico.
Yo había entendido lo que hacía falta entender, pero necesitaba confirmarlo. Al salir de aquel recinto e internarme en la peluquería más cercana para raparme la cabeza, no aguante más y pregunté.
—¿Mami, me van a operar de la cabeza?
—No hijito, sólo es una intervención.
Admito que la idea de “sólo una intervención” amainó de algún modo mis temores, pero la cara de angustia de mi madre y el inexpresivo rostro del hombre andino que es mi padre, ponían en duda cualquier intento de disfrazar el asunto. De hecho puedo evocar la sensación borde del abismo que sentí cuando tuve que quitarme hasta los calzoncillos para ponerme una bata celeste y corta que con suerte llegaba a cubrir mis genitales.
La “intervención” se dio sin novedad alguna. Recuerdo una mascarilla cubriendo mi voz antes del invencible sueño que me entregó de un momento a otro en brazos de Morfeo. Me imagino que fuera del quirófano había angustia, miedo, lágrimas y todo lo que cabe en el siniestro olor de los hospitales.
Cuando desperté mi madre me observaba desde el muro que contenía su llanto, y mi hermano preguntó con inocencia:
—¿Cómo te llamas? ¿Quién soy yo? ¿Quién es ella?
—Tú eres tú y ella es la mamá —dije luego de haber estado un momento en silencio, sin saber si enojarme o no por la estupidez de su pregunta. ¡Crees que soy imbécil!, era la opción de respuesta que deseché.
Recuerdo el tiempo de entonces como en un reloj de arena mojada. Grande era mi desesperación por salir aunque sea un minuto y dar algunos pasos en el jardín que lindaba con esa habitación blanca e infame. No sé cuál habrá sido el fin de tenerme en cama todo el día, mi ánimo pedía sol, tierra, canicas, autos; era tal el encierro de ese niño, que llegó a disfrutar como una gran aventura la caminata al baño, con su madre sosteniéndole el suero conectado al antebrazo.
Alarmados ante mi espíritu trasgresor, mis padres ofrecieron comprarme un juguete “con tal de que te quedes tranquilo en la cama”. Y yo recordé un pequeño futbolín que había visto con mi hermano en el mercado de Alto Obrajes algún sábado de esos. Poco después de que me lo dieran, mi hermano me contó que el juguete era muy caro, y yo me sentía mal porque siempre me aburría después de jugar un ratito.
Estoy seguro de que todo lo narrado hasta ahora hubiese quedado sepultado en el último rincón empolvado de mi memoria sino fuese por una hermosa y feliz tarjeta que abre el camino a las neuronas tristes. Sí, esa tarjeta escrita en ambas caras interiores es la primera gran historia que leí en mi vida.
La leía una y otra vez, la leía cada día, y luego la recreaba en mi imaginación, le ponía uno y otro final. Esa historia había sido escrita para mí, un perfecto desconocido de la autora, a quién ponía color de ojos e inventaba voz. Ya la veía en su universidad, allá en Estados Unidos, donde todo es distinto y las distancias son tan grandes que uno debe llevarse su almuerzo cuando va a clases. ¿Qué pasó? Que en una de esas Gabriela salió apurada y olvidó su almuerzo. Estaba sentada en un banco del parque a la hora de comer y un compañero se le acercó ofreciéndole la mitad de su hamburguesa, que ella aceptó gustosa.
En ese entonces había unas hamburguesas estilo americano de nombre Quiks. Recién operado, sometido a dieta especial, debía esperar un buen tiempo antes de poder probar una. Pero un medio día llegaron mis tíos trayendo unas para mis padres. Salieron a comerlas al jardín, y yo me conformé con el olor de esa comida estilo americano que me recordaba la historia de Gabriela.
Había otra tarjeta gigante, con las firmas de todos mis compañeros de curso, linda, pero nunca mía como la de Gabriela. Es inenarrable y mágica la amistad que tejí con ella en la imaginación a través de esa tarjeta, aunque no le haya respondido nunca. Ni siquiera se la agradecí años después, viéndola en alguna reunión ocasional de sus padres y los míos. ¿Por qué no lo hice? ¿Qué había detrás de mi timidez cuando, mucho después, ya grande, la vi en el instituto de inglés y fui incapaz de acercarme a saludarla?
Hace un mes más o menos me la encontré en la colación de un allegado, la saludé por primera vez diciéndole su nombre. Debiera haberle dicho: una vez me escribiste un pasaje para viajar en el tiempo. Pero, ¿se acordará de la tarjeta? Al final de cuentas, nunca conversamos y yo me pregunto con Silvio: ¿a dónde van las palabras que nunca dijimos? ¿Acaso se van? ¿Y adónde van?
10 comments:
deberías dedicarle una tarjeta a ella con alguna historia tuya... quien sabe y la experiencia retorna..
saludos,
r
Saludos. Estoy intrigada a cerca de tus observaciones. Espero.
Un beso.
Ambarviolenta
Hay detalles pequeños que nos hacen sentir grandes e importantes. Nunca es tarde para expresar sentimientos tan bonitos como los recuerdos que te trae la tarjeta de Gabriela.
Un abrazo.
Sí, es cierto capsula,aunque el recuerdo yacía sepultado en algún rincón de mi memoria hasta que empecé a escribirlo, entonces llegué a acordarme incluso de los detalles... Ron, tal vez le vaya a mostrar este escrito a Gabriela. Ya estaremos conversando lingam, abrazos a todos
querido hermano:
Bueno, debe ser la historia de tu cicatriz imagino y más lo de la tarjeta...
las palbras se van donde uno esta, por eso hay que atraparlas y guardarlas bien.
Saludos
ahhh felicidadaes por el nuevo diseño del blog, yo lo cambio al año
No lo sé de cierto, pero es muy probable que las palabras se transformen, se (re)creen y algún alma enamorada las encuentre en el camino. La dosis de valentía determinaría si esas palabras edifican historias o se las sigue llevando el viento. Si les abrimos la puerta o no. Un abrazo
Qué lindas palabras Vero! Creo que los momentos "verdaderos" tienen brillo propio, y son una historia por sí mismos, como el de este relato. Un abrazoso
Apoyo la opinión de Vania: nunca es tarde para expresar sentimientos. Puede ser que ella no se acuerde; de todas formas, le encantará saber que algo que hizo te ayudó en momentos difíciles. Hay una canción de Serrat, no me acuerdo el título, pero dice algo así: "Felices los deudores, porque saben que alguna vez alguien hizo algo por ellos". Un abrazo, viejito.
:) un saludo
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