25.5.06

Gajes de un escritor sin editorial ni agente

Publicando el libro de cuentos Cicatriz he aprendido varias cosas. Con el libro en mis manos he vivido el tan ansiado sueño del desdoblamiento. El que podía haber sido yo en alguna de las múltiples posibilidades de la existencia estaba contando su historia en esas páginas. Personajes que habían compartido tiempo, sudor y lágrimas con este tipo estaban ahora lejos; apenado y con la esperanza puesta en sus pasos, los vislumbré a suficiente distancia, perdidos entre la muchedumbre, donde sus ojos ya podían ser de otra mirada.
Ayudarlos a llegar lo más lejos posible es lo que cabe, me dije. Entonces llevé el libro a todas las librerías de La Paz que conozco. La impresión que Cicatriz causa es buena, lo reciben bien en los anaqueles y otros sitios al alcance de la gente. En mi recorrido encontré un sólo obstáculo que, en todo caso, redundaría en una mejor distribución.
En la librería Gisbert, que está cerca de la Plaza Murillo, atienden varios hombres uniformados de chompa roja, que corren de un lado a otro en busca del texto escolar que pide una madre de familia, del libro de historia que le urge a un universitario, del lápiz que pide una niña. Yo me preguntaba si entre tanto apuro llegaría a ser atendido esa misma tarde...
—Dígame joven —un chompa-roja estaba en mis narices, cuando menos lo esperaba.
—Buenas tardes. Estoy ofreciendo un libro de cuentos.
—Pase por aquí —y me condujo hasta un escritorio—, tome asiento.
—Gracias —saqué de mi mochila un ejemplar del libro.
Observó con detenimiento la tapa, la contratapa, las primeras páginas. Preguntó el costo al público.
—Nosotros se lo compramos a... —sacó cuentas con su calculadora y me dijo el precio—. El único problema es que no tiene ISBN.
—¿Qué es eso?
—Es un registro como el depósito legal, pero que es válido en todo el mundo. Saca eso, ya no lo piratean —concluyo categórico.
—Ah, bueno.
—Saca el ISBN, le pone un sello con el número a su libro y se lo compramos.
—Muy bien, gracias.
Al siguiente día me personé a la Cámara Boliviana del Libro. El trámite tomó tres días al cabo de los cuales, como quien pide la hora, la encargada me preguntó algo trascendental.
—¿Va a seguir escribiendo?
—Sí.
Luego pidió unos cuantos datos e imprimió una hoja con el mentado número de ISBN. Sin perder tiempo fui a las cercanías de El Obelisco, donde fabrican sellos de goma.
Las gradas que conducen al segundo piso de una casa antigua, son el techo de la oficina de Graciela. En esa estrechez cabe su computadora, una especie de horno donde fabrica los sellos y todo lo que necesita para trabajar.
—Quiero que me lo hagas un sello con este número —le mostré el ISBN—. Que entre justo aquí —puse mi dedo en el espacio libre debajo del depósito legal, en la página de créditos de mi libro.
—Muy bien joven.
—¿Cuánto cuesta y cuánto tarda?
—En una hora va a estar —y me dijo el precio.
—Ya. Te dejaré el libro, para que calcules bien y hagas el sello con los números parecidos a los del depósito legal.
—Ya joven, en una hora va a estar.
—Listo, nos vemos en una hora entonces.
Pero yo tardé un poco más de ese tiempo y me encontré con que ella seguía con el pan en el horno.
—Ahorita va a estar. Lo que pasa es que me había equivocado en un número y lo estoy volviendo a hacer.
—Ya. Está bien.
Llegó otro cliente, se fue y finalmente mi trabajo esta listo.
—A ver dame el libro, para ver si está bien el tamaño.
—Aquí está. ¿En cuanto lo estás vendiendo?
Le dije el precio.
—Estaba leyendo lo del peluquero, me ha gustado.
—Ah ¿si?
—Vendemelo.
—Con todo gusto.
—Pero me lo tienes que dedicar —sonrió, y sus cachetes bien provistos se sonrosaron.
—Claaaaaro —correspondí la sonrisa.
Dedique el libro, sacamos cuentas y me despedí hasta la próxima vez que necesitara un sello.
Después de unos días fui a la librería de los de chompa roja, me atendió la misma persona que la otra vez.
—Ahora sí pues, con esto ya no le van a piratear —afirmó con orgullo, y una sonrisa de complacencia descubrió sus dientes chuecos.
La librería compró algunos ejemplares y yo seguí mi camino, siempre con unos cuantos libros disponibles en la mochila, que ahora contaban con el registro internacional del ISBN.

10.5.06

Acaso el primer admirador... sin duda el amigo más entrañable de Rodrigo Rojas

Desde que dejó La Paz, Rodrigo Rojas ha vuelto unas cuantas veces sin compromiso alguno con sus seguidores, fanáticos y la gente que lo ve y entrevista en la televisión. Para sus amigos y para su familia esos viajes han sido un lujo de frasco chico, motivo de alegría y jolgorio. Pero seguramente, igual que a mí, a sus otros allegados los ha poseído una profunda melancolía al verlo llegar y partir. Rodrigo parece ser un portador de esa sensación, además de un comprobado cargador de la memoria. No sé si su peor enemigo es la memoria, pero sin duda es la mayor arma que esgrime ante la desafiante guitarra que siempre lo espera para vivir y ante el papel sin cuadrícula donde caben sus letras, alas y todo.
Rodrigo llega de visita a su cuarto de frío miraflorino en busca de nuevos recuerdos además de los que Esther, su mamá, guarda en varias cintas de video y algunas de audio, en fotografías y en anécdotas que deshoja entre risas cuando, sin otra excusa que la buena charla, me aparezco en esa casa que siempre aguarda por mí con algo caliente para beber.
No me extrañaría que alguna de esas mañanas en las que nadie espera que se despierte temprano, Rodrigo hubiese llegado vencido por la noche paceña como por un gigante sin rostro a desenterrar del jardín de su abuela el casete de zambas argentinas que con apenas cinco o seis años arrebató a su madre luego de un viaje familiar de varios días, en los que cabían tranquilamente los sesenta minutos de la cinta, repitiéndose una y otra vez.
Quisiera saber si Rodrigo adora o desprecia las repeticiones, en todo caso, las señala con admiración cuando recorremos los lugares por los que pasamos hoy como ayer, como si no existiese el tiempo. “Los sueños que se pueden lograr. A la salida del colegio hablábamos de ellos igual que ahora, y seguimos en ese camino”, me dice cuando atravesamos la pasarela sobre la avenida de los autos que van a más de cien, allí, además de nosotros, se detienen dos muchachos, uno de pelo largo y castaño, el otro de piel morena y risa estruendosa. La pasarela es larga, y luego está sobre el río Choqueyapu. La mayoría de los estudiantes la pasan día a día, durante sus años escolares, sin enterarse que desde allí se puede observar de lejos el colegio. Pocos se van a detener a mirar fijamente el agua que corre, menos van a descubrir luego la magia de la pasarela que avanza dejando estela en la quietud del agua sucia.
Yo descubrí ese tipo de cosas con Rodrigo Rojas. Nada raro que un día mi amigo logre recuperar de debajo del machihembre que ya no hay en su antesala, el tesoro que hace mucho escondió: un cuaderno con un cuento escrito por la mismísima mano de ese niño de diez años que ahora va rumbo a los veinticinco, casado, sosteniendo cuerpo y alma con los turnos rutinarios y los conciertos exclusivos que da en boliches mexicanos, siempre de la mano de su mujer.
“Con el último concierto que hice en El breve espacio días antes de viajar, me di cuenta de que llegué mucho más lejos en el D.F. que en La Paz. En el boliche caben cien personas, pero esa noche había más, estaba atestado, y la gente pedía canciones mías que ni siquiera están en el disco, se las conocen sólo de venir a verme, incluso se saben letras completas. Algunos lloraban cuando canté el tema que les escribí a mis hermanos”. Cuenta entre las tantas cosas que conversamos. “Me va encantar asistir a uno de esos conciertos cuando vaya a visitarte”, le digo, y me acuerdo de un recital en el teatro al aire libre, cuando admirábamos con ingenuidad a un compositor e intérprete que conmovía a las masas. Rodrigo entonces llevó una grabadora en la que pretendía eternizar el espectáculo, pero quedó muy de fondo la música y, en cambio, mi voz, ya gruesa a los trece, sonaba clara en su insistencia por que Rodrigo cantara. “A ver cantá, a ver cantá”, escuché avergonzado hace un par de años, y ahora lo apunto en este escrito como una constancia de mi admiración por Rodrigo aquel entonces, cuando fundamos ese equipo de fútbol titular con los eternos suplentes del curso. Antes de que escribiésemos juntos tres obras de teatro estudiantil, y de que formásemos el ya desaparecido grupo de música Savitar.
Todo, para terminar diciendo que todavía lo admiro. Menos mal, sin la torpeza y el fanatismo de la edad en que uno venera por igual estrellas de rock y amigos talentosos, y que en mí duró bastante. Ahora lo admiro más bien con el aprecio de quien conoce lo que ama, y cultiva la curiosa amistad que no lleva a ningún lado, esa delicia en la que siempre habrá tela por cortar.
Rodrigo trajo esta vez a La Paz la grabación masterizada del disco que en poco tiempo empezará a difundir. Suena de maravilla. Los instrumentos, grabados todos sobre su guitarra, logran conservar la pureza de su interpretación cargada de sentimiento. Los sonidos nacen y mueren por el bien de cada canción. Rodrigo, luego de cinco años, canta Anette como si la hubiese compuesto ayer, y ama a Anette como si aún no le hubiese dado el primer beso. Del centenar de canciones que guardaba sin editar, seleccionó las que conformarían un disco sólido, y con esta decena lo ha logrado. El éxito en Bolivia lo ha mantenido imperturbable; del éxito internacional, los amigos sólo esperamos que sus canciones tengan el trato que merecen y que sus anécdotas queden perpetradas en la risa, como hasta ahora ha sucedido. ¡Larga vida a las cuerdas, hermano mío!


Eduardo Alvarez Sánchez