28.12.06

Navidad donde no hay navidad


Acepté el turno de la noche en el Hogar sin saber que me tocaría pasar las primeras horas de navidad y año nuevo allí. Nadie me lo advirtió, pero tampoco pregunté al respecto hasta mucho después de tomar el trabajo. No me costó hacerme de la idea, me daba lo mismo pasarla aquí o allá, es más: muy probablemente esta vez pasaría algo interesante para contar.
Los chicos de la calle que rescata el Hogar son divididos de acuerdo a la etapa de reintegración social que atraviesan, así, hay una casa en la que se encuentran los más pequeños, tanto en la fase de adaptación a reglas como de inserción escolar. Yo trabajaba en la otra casa, que alberga a adolescentes con mayores responsabilidades: trabajar y estudiar.
Sin duda, en casa de los pequeños las emociones navideñas serían más fuertes y espontáneas; con los adolescentes era otra cosa, primaba una indiferencia general, poderoso escudo contra cualquier sentimiento. Los muchachos mostraron entusiasmo sólo cuando prometí que llevaría mi DVD y que alquilaríamos varias películas para verlas a lo largo de la noche buena.
Los planes se cumplieron casi al pie de la letra. Chicharrón de pollo había sido el plato más votado entre las opciones del menú navideño y, a pedido de la mayoría, comimos mucho antes de las doce. Dada la ocasión, los dieciocho pudieron repetir el plato. Más tarde llegó el director del proyecto con un saquillo lleno de regalos cargado al hombro. Por si acaso: se llamaba Carlos y en nada se parecía a Papa Noel.
Convocó a todos al living, dijo unas cuantas palabras felicitando a los que habían aprobado el año escolar y no habían faltado al trabajo, y una pequeña reprimenda a los indisciplinados que hacían todo lo contrario a lo que deberían. Todo para advertir que los buenos recibirían pantalón, medias y zapatos deportivos; los regulares medias y pantalón; y los peores solamente medias. Los peores eran nada más dos.
Se les repartió la mercancía por orden de lista, bajo firma de documento que certifique el detalle de las cosas entregadas. Según recuerdo, el fin de este formalismo era rendir cuenta a los bienhechores de España, Alemania y no sé qué otros lares que, dentro de su infinita bondad, se dignaban enviar unos cuantos dólares para estos pobres niños víctimas del tercer mundo.
Luego de la repartija, el director se fue volando. Le quedaba la casa de los pequeños y si demoraba mucho, seguramente no lograría llegar antes de las doce a su propia morada.
Quedó el ruido de las bolsas nylon al arrugarse acompañando diversas muestras de insatisfacción.
—¿No quieres comprar estas gambas joven? Su color una huevada, no me gusta, además me aprieta. ¿Cuanto quieres dar? —abría la oferta un chango ante el potencial comprador que era yo.
Otro me ofreció su pantalón porque prefería los anchos bien anchos, y estos apenas eran un poco anchos. Hubo alguno que regaló sus regalos a su compañero. Si le dieron al asunto diez minutos, es mucho. Dejaron todo en sus cuartos y volvieron al living para escoger una película de Jackie Chan y ponerla en el DVD. Los que hubiesen querido ver algo de Manga se fueron a dormir. Algunos se durmieron es su sitio en mitad de la proyección. Pocos acabaron de verla. Todos dormían poco después del final de la película.
En la noche del amable barrio de Villa Copacabana sonaba a todo volumen una versión de Noche de paz que no volví a escuchar en otras navidades, la interpretaba una banda militar y era una onerosa marcha, totalmente alejada del canto de esperanza que yo recordaba en esa melodía.

Después de haber vivido esto, yo me pregunto: ¿sirven de algo las campañas para recolectar ropa y juguetes para los niños pobres? Es probable que a algunos se les regale una sonrisa, otros tantos quedarán descontentos con lo recibido. En todo caso, los más felices terminaran siendo los artífices y colaboradores de las campañas, por el orgullo de haber entregado. Este orgullo es mayor que el del egoísta que sólo compra cosas para sí y para los suyos. El conflicto del niño de la calle va mucho más allá de lo que vaya a recibir en navidad, al igual que el conflicto de todo ser humano, yo tengo claro eso a la hora de dar o no dar limosna.

21.12.06

La Tarjeta

Habré tenido unos ocho o nueve años cuando el accidente ocurrió. Recuerdo la gran máquina en la que me recosté para que me sacaran una tomografía. Nadie sospechaba que me irían a descubrir un coágulo de sangre. Es más, nadie lo creyó luego de que tomasen el examen. Entonces no lo comprendía y, ahora que reconstruyo la historia, entiendo que debe ser grave que de buenas a primeras, una persona sin rostro te diga: “tu hijo debe ser sometido de inmediato a una operación para extraerle un acumulo de sangre del cerebro”. Tan grave y difícil de creer, que es necesario buscar una segunda opinión. Lógicamente mis padres fueron a buscar otra máquina de tomografías, pero esperaban además un hombre de sonrisa afable diciéndoles que la masa gris de su hijo no presentaba ningún punto rojo. Resulta que tampoco allí había rostro alguno, y que la máquina confirmaba el anterior diagnóstico.

Yo había entendido lo que hacía falta entender, pero necesitaba confirmarlo. Al salir de aquel recinto e internarme en la peluquería más cercana para raparme la cabeza, no aguante más y pregunté.

—¿Mami, me van a operar de la cabeza?

—No hijito, sólo es una intervención.

Admito que la idea de “sólo una intervención” amainó de algún modo mis temores, pero la cara de angustia de mi madre y el inexpresivo rostro del hombre andino que es mi padre, ponían en duda cualquier intento de disfrazar el asunto. De hecho puedo evocar la sensación borde del abismo que sentí cuando tuve que quitarme hasta los calzoncillos para ponerme una bata celeste y corta que con suerte llegaba a cubrir mis genitales.

La “intervención” se dio sin novedad alguna. Recuerdo una mascarilla cubriendo mi voz antes del invencible sueño que me entregó de un momento a otro en brazos de Morfeo. Me imagino que fuera del quirófano había angustia, miedo, lágrimas y todo lo que cabe en el siniestro olor de los hospitales.

Cuando desperté mi madre me observaba desde el muro que contenía su llanto, y mi hermano preguntó con inocencia:

—¿Cómo te llamas? ¿Quién soy yo? ¿Quién es ella?

—Tú eres tú y ella es la mamá —dije luego de haber estado un momento en silencio, sin saber si enojarme o no por la estupidez de su pregunta. ¡Crees que soy imbécil!, era la opción de respuesta que deseché.

Recuerdo el tiempo de entonces como en un reloj de arena mojada. Grande era mi desesperación por salir aunque sea un minuto y dar algunos pasos en el jardín que lindaba con esa habitación blanca e infame. No sé cuál habrá sido el fin de tenerme en cama todo el día, mi ánimo pedía sol, tierra, canicas, autos; era tal el encierro de ese niño, que llegó a disfrutar como una gran aventura la caminata al baño, con su madre sosteniéndole el suero conectado al antebrazo.

Alarmados ante mi espíritu trasgresor, mis padres ofrecieron comprarme un juguete “con tal de que te quedes tranquilo en la cama”. Y yo recordé un pequeño futbolín que había visto con mi hermano en el mercado de Alto Obrajes algún sábado de esos. Poco después de que me lo dieran, mi hermano me contó que el juguete era muy caro, y yo me sentía mal porque siempre me aburría después de jugar un ratito.

Estoy seguro de que todo lo narrado hasta ahora hubiese quedado sepultado en el último rincón empolvado de mi memoria sino fuese por una hermosa y feliz tarjeta que abre el camino a las neuronas tristes. Sí, esa tarjeta escrita en ambas caras interiores es la primera gran historia que leí en mi vida.

La leía una y otra vez, la leía cada día, y luego la recreaba en mi imaginación, le ponía uno y otro final. Esa historia había sido escrita para mí, un perfecto desconocido de la autora, a quién ponía color de ojos e inventaba voz. Ya la veía en su universidad, allá en Estados Unidos, donde todo es distinto y las distancias son tan grandes que uno debe llevarse su almuerzo cuando va a clases. ¿Qué pasó? Que en una de esas Gabriela salió apurada y olvidó su almuerzo. Estaba sentada en un banco del parque a la hora de comer y un compañero se le acercó ofreciéndole la mitad de su hamburguesa, que ella aceptó gustosa.

En ese entonces había unas hamburguesas estilo americano de nombre Quiks. Recién operado, sometido a dieta especial, debía esperar un buen tiempo antes de poder probar una. Pero un medio día llegaron mis tíos trayendo unas para mis padres. Salieron a comerlas al jardín, y yo me conformé con el olor de esa comida estilo americano que me recordaba la historia de Gabriela.

Había otra tarjeta gigante, con las firmas de todos mis compañeros de curso, linda, pero nunca mía como la de Gabriela. Es inenarrable y mágica la amistad que tejí con ella en la imaginación a través de esa tarjeta, aunque no le haya respondido nunca. Ni siquiera se la agradecí años después, viéndola en alguna reunión ocasional de sus padres y los míos. ¿Por qué no lo hice? ¿Qué había detrás de mi timidez cuando, mucho después, ya grande, la vi en el instituto de inglés y fui incapaz de acercarme a saludarla?

Hace un mes más o menos me la encontré en la colación de un allegado, la saludé por primera vez diciéndole su nombre. Debiera haberle dicho: una vez me escribiste un pasaje para viajar en el tiempo. Pero, ¿se acordará de la tarjeta? Al final de cuentas, nunca conversamos y yo me pregunto con Silvio: ¿a dónde van las palabras que nunca dijimos? ¿Acaso se van? ¿Y adónde van?

14.12.06

De la Llamita Blanca

Ayer tuve uno de esos días que no vale la pena recordar. Tal vez la falta de ciertos minerales en mi organismo, producto de una infección con consecuencias nefastas para mi digestión, tuvo algo que ver con esto. Con suerte leí un par de páginas y escribí unas cuantas líneas, es que me costaba concentrarme. Hacia el atardecer, decidí rematar la jornada en el cine, viendo una película que no le significase trabajo alguno a mi mente. Prejuzgar no ha de ser bueno, pero creo que es inevitable que, con su versión de Celia hecha rock de fondo musical y la imagen de Guery Sandoval de Tra-la-la vestido de chola en el afiche, “¿Quién mato a la llamita blanca?” inspire risa, no más ni menos.
Bueno, la cosa es que llegué al cine Plaza con algunos minutos de desventaja, y a pesar de que ya había empezado el filme y que por momentos el sistema de sonido del cine no permite entender bien los diálogos, me enganche de inmediato con el asunto.
¿De qué se trata la película? La llamita blanca es nada más un detalle de la historia, aunque también se puede ver como una metáfora: ya una tomadura de pelo a los medios de prensa, en especial televisivos, que se ocupan de las noticias de forma superficial y sensacionalista en lugar de ver lo que hay detrás, ya también una crítica a los bolivianos en el mismo sentido: ver la llamita atropellada, insultarse, pelearse, ejercer justicia comunitaria, en vez de buscar a la madre del cordero, que no ha de estar tan lejos.
Así, entre chiste y chiste, cada escena de la llamita blanca es una crítica a la sociedad boliviana en pleno, y no están demás las varias escenas en las que todos gritan y nadie se escucha. Los personajes, muy bien construídos y personificados, manejan un peso que de cualquier forma les permite moverse con levedad y natural lenguaje. Y creo que esto constituye una falencia en otras películas bolivianas donde, particularmente, me molesta que a nombre de no se qué, los actores empiecen a hablar un español con acentos que distan mucho del que se sabe hablar en una y otra región de Bolivia.
La naturalidad también se nota en los escenarios. Lo que se muestra de La Paz es lo que vemos a diario en sus calles, cuando caminamos por el prado o el cementerio, por ejemplo. Y esto me recuerda a American Visa, que, con sus hermosas tomas, pareciese estar buscando una gran metrópoli donde no la hay. De paso me permito advertir que en American hay muchas escenas que no aportan en nada a la historia, pero ese es otro tema.
Con un ritmo ágil, sostenido en recursos técnicos impecables, la llamita de Rodrigo Bellot me recuerda los viajes al interior, el interminable plato de pique en Cochabamba, la hermosa mesera que me atendió en un recóndito pueblo del oriente, el camba con el que alguna vez me farreé para terminar discutiendo de racismo y política, la manera en que se reniega de la amnesia nacional, del indio cochino, del camba opa. La llamita muestra en pleno la riqueza de nuestra cultura y también nuestra estupidez, nos hace reír, y al salir del cine no caben dudas de que mal que bien, muy vivo, hay un país latiendo al mismo compás, aun cuando sea en otro tono.

7.12.06

Dos pequeños amigos

Me encontré con Marcos casualmente. Vagaba cerca de la escuela porque mi reunión se había suspendido a último momento y lo descubrí paseando como quien acaba de enterarse de que sólo existe el día de hoy.
¿Quién me estaba saludando? No tenía puestos los lentes, sólo alcancé a reconocerlo cuando nos separaban unos pocos metros. Sonreímos. Quise sostenerle la mirada hasta el momento de estrecharle la mano y, acaso movido por la timidez, volteé los ojos antes.
—¿Qué haces Marcos? —le pregunté.
—Espero a mi prima, que está en la escuela.
Mientras duraran las clases teníamos tiempo para dar un paseo. Mi casa quedaba cerca y él quería conocerla, así que allá fuimos.
Luego de caminar un par de cuadras estábamos meciéndonos en la hamaca. Vimos algunas fotos y escuchamos las viejas canciones de Charly García. Le presenté al loro y al gato, le cayeron de maravilla.
Mi amigo subió al altillo confesando que la oscuridad le daba un poco de miedo. Le mostré el rincón donde escribo, y la atmósfera le inspiró contarme alguna de esas historias que se cuentan en voz baja y que algún día sabremos contar.
Conversábamos de todo lo que a uno lo hace reír cuando Marcos descubrió la envoltura de unas galletas. Alguien las había devorado sin dejar rastro.
—¿Dónde está la cocina? —preguntó.
—No funciona, comemos en una pensión—le respondí.
—¿En serio? —tragó saliva.
—Jua jua jua —su cara de asombró me dio risa— Sí. Vamos a la tienda a buscar unas galletas.
Nos sentamos a comer en la plaza, y mientras el sol bajaba charlamos de fútbol y otros juegos.
Las clases de su prima terminarían con el día, así que empezamos a caminar de vuelta al parque que está frente a la escuela. No tardamos en reconocerla entre la gente que se amontona para salir. Nos despedimos con pena. Era difícil pedirle a Marcos que se quedara un rato más... él todavía no decide, apenas tiene seis años, yo en cambio ya voy por el cuarto de siglo.

4.12.06

Platanitos rancios

Pocas veces me tocó esperar a Marianela. Yo era el mal acostumbrado que solía llegar tarde a nuestros encuentros. Creo que incluso la ocasión a la que voy a referirme llegué un poco tarde, menos que otras veces, sí, pero tarde. Lo que sucedió es que ella me había citado antes de tiempo. Supongo que teníamos algo importante que hacer y por eso tomó sus previsiones.
El asunto es que yo estaba parado allí, en la esquina de la plaza triangular, mal enmarcado en tiempo y espacio, como casi siempre. Viendo a uno y otro lado por si ella se aparecía, sospechando que tal vez mi reloj se había atrasado igual que su dueño, y que ella, a manera de darme una lección, se había ido sin mí. Este tipo cree que lo voy a esperar siempre, es hora de que aprenda a llegar puntual o se empiece a olvidar de lo nuestro, pensé que ella pensaba.
Para apaciguar mis ansias compré una bolsa de platanitos fritos. Hacia tiempo estaba antojado de platanitos fritos, y compré unos antes de llamar al celular de Marianela del mismo kiosco. Masticaba el primero cuando me contestó diciendo que ya estaba por llegar, que esperase un minuto. Estos platanitos no eran como los de mi casera en la universidad, estaban horribles, nada crocantes, parecían chicle. De todas maneras, de forma automática, seguía engulléndome los putos platanitos. A mitad de la bolsa llegó ella. Le ofrecí platanitos y coincidió en que estaban horribles.
—Una huevada de platanitos, ¿por qué los seguimos comiendo? —me pregunté a mí mismo en vos alta, mirando sus ojos.
-Yo te voy a decir porqué —atrajo mi atención—. Porque estabas antojado de platanitos frescos y crocantes y te vienen a tocar unos rancios y hasta cochinos, pero tú tienes la esperanza de que al menos uno de toda la bolsa esté bueno. Lo más probable es que no sea así, y de todas formas te los engulles todos con la remota esperanza de que el antojo se te pase cuando los acabes. O por último quieres creer que esos eran los platanitos que buscabas y deseabas relamiéndote, así que al terminártelos, acabas creyendo, aunque en el fondo no creas, que esos eran tus platanitos. Y así, callado, te quedas feliz y satisfecho.
En tanto explicaba le metíamos a la par los famosos platanitos, y finalizando su disertación no quedaba uno solo. Lo único que dejaron esas frituras, al menos a mí, fue un mal sabor de boca. Pasó mucho tiempo antes de que pensara que seguramente yo le dejé ese mismo sabor amargo y pesado en la boca a Marianela. Yo, yo le dejé ese sabor, como si fuese un platanito hediondo elevado a la enésima potencia. Sí. No es que haya sido o sea un mal tipo, pero sabía que le encantaban los detalles y ni siquiera le di una margarita arrancada de la jardinera central de la avenida Bush. Ni una carta o tarjeta comprada o impresa a computadora, o aunque sea fotocopiada. Nada de nada. Unos pocos chistes y piropos zalameros de esos que se aprenden en las telenovelas que le debe seguir gustando ver.
—Amor, creo que ha pasado suficiente tiempo y es hora de que mis padres sepan de lo nuestro.
Así me decía.
—Princesita, hay que ir poco a poco. Sabes que yo te amo, pero hay que ir poco a poco. Me han roto el corazón varias veces y a ti también, es mejor que sigamos siendo amigos y la relación vaya creciendo así, y vaya por donde deba ir. Hay que dejar que las cosas sigan su rumbo natural, es más maduro— yo le contestaba.
Tal vez me hubiese comportado de otra manera si Marianela hubiese rechazado los platanitos, o me hubiese dicho que bote esa cochinada de frituras, o si hubiese llegado antes que yo y se hubiese ido sin mí en una de esas primeras citas. En fin, el hubiese no nos lleva a ningún lado, ella tendría que volver a nacer para que se cumpla cualquiera de esos hubieses, y yo también.
La verdad siempre es más cruel, y yo no perdí la oportunidad de llevar a la práctica lo que un día que faltó el profesor de sociales nos enseñó entre chiste y chiste el director de secundaria. Es lo siguiente: para qué comprar la vaca si puedes tomar la leche gratis. Entonces yo no entendí lo que quiso decir, y por eso mismo me lo guardé en la memoria, parecía sabio y algún día me podría servir. Como que hasta ahora me sirve y me seguirá sirviendo. Gracias a esa lección conservaré los mejores recuerdos de mi juventud y, en sí, de mi vida.
Marianela era tremenda haciendo cositas, y debe seguir siendo. Además se adaptaba a todo, podía comer cualquier platanito, je je je. Era malísima para el billar pero la pasaba bien jugando conmigo, dejándose ganar cuando jugábamos por hobby o por prendas. Sólo prendas íntimas, por supuesto, hubiese sido un escándalo: ella sin lo de arriba en ese billar de la Villa Lobos que para lleno. Y tampoco era mi intención resfriarla.
Primero se sacaba los aretes y los anillos, y luego la mandaba al baño a que se quitase el sostén y el calzón. Era muy lindo verle los pechos completos tras el escote cuando se agachaba a golpear las bolas con el taco. Le daba como sea y luego yo me cruzaba con ella para embocar una bola después de rozarle los pezones por encima de la blusa. Adivinar sus pezones erectos bajo la blusa era una belleza. Pero me excitaba especialmente el momento en que salía del baño y me mostraba, como un secreto, su tanga dentro de la cartera. Se ponía de espaldas muy junto a mí y abría el cierre del bolso para mis ojos, y luego yo le metía los dedos bajo el pantalón, por delante, y juntábamos las lenguas antes de separarnos para seguir dándole al taco.
Hago varios juegos de ese estilo a manera de encender la cama, pero ese me recuerda especialmente a Marianela, porque la primera vez que lo hice fue con ella. Hay otros en los que la chica que aparece en mi recuerdo podría ser tanto una como otra, o dos, o varias. La memoria es algo extraño, incluso hay cosas que no sé si hice o vi en una película. Con los años esto se debe agudizar, y es algo que no me importa en lo más mínimo. En todo caso me alegra. Al final recordaré mi vida tan plena como en las películas o telenovelas que le gustaban y le deben seguir gustando tanto a Marianela.
Obvio que siempre tendré presente lo buena que era tirando. Como se movía cuando estaba encima de mí, como gritaba. Quizá también me esté equivocando, y por tratarse de una de las primeras experiencias en mi carrera de patán la recuerde maravillosa. ¡La memoria y sus engaños! Sólo para comprobarlo, voy a llamarla cuando vaya a La Paz. Recordaremos viejos tiempos siempre y cuando se comporte y no me salga con asuntos de pensiones o de ver a mi supuesto hijo. Con todo respeto: son macanas con intención de amarrarle los huevos a uno. A mis años no estoy para eso, sé lo que quiero. No me conformo con platanitos rancios, tengo que buscar lo mejor. Si tal existe, entonces me quedo con ello. Mientras tanto, ¿para qué comprar la vaca si se puede beber su leche? Sí, Marianela es un buen motivo para darse una vueltita por La Paz.

30.11.06

El estido convoca y yo me adhiero e invito.

No hay primera sin segunda


Debido a que el actor principal, Rondeldía, decidió fugarse a Santa Cruz con una dama de compañía, tuvimos que cambiar el argumento del film para ajustarlo al perfil histriónico de nuestra nueva estrella: CÁPSULA DEL TIEMPO, quien ya llegó a la ínclita para incorporarse a la filmación.

Por eso, convocamos a todos los blogueros, comentaristas, críticos, etc., a la segunda toma(da) de la más reciente producción cinematográfica nacional:



FARRA BLOGUERA




Esta vez, cambiaremos de locación y comenzaremos el rodaje en el ANTIQUE BAR (ex Shopería), mañana, viernes 1º de diciembre, a las 21:30.

Del sentimiento

El sentimiento, como un bicho raro de patas cortas, debería ser ahogado. Si lo metiéramos en un vaso de agua cristalina, de agua de la cumbre, descubriríamos que visto a la luz del sol carece de patas y que es de cualquier color, de todos los colores a la vez; que tampoco tiene cabeza y su cuerpo forma algo ni cuadrado ni redondo, algo de límites imprecisos confundible con ojos y rostros, y tetas y culos y también túneles anchos que llevan a ninguna parte si se los confunde con el sentimiento.
Uno cree poder mantenerlo en el fondo de la copa, atrapado entre dos hielos y una varilla mezcladora, pero luego descubre que a pesar del tiempo y las aguas sigue respirando. Cada quién sabrá lo que hace con su sentimiento, si lo dispersa en el aire y le pone el nombre de Dios, o lo hecha por tierra y le llama Judas; si el sentimiento incluso se puede mezclar con mierda, lo saben algunos jefes de familia y estado, algunas madres huérfanas y caritativas, algunos hijos con y sin padres; si hasta se lo puede disfrazar de mentira por encima de las mentiras que uno se cree honestamente. Con la muerte, preguntaré sin palabras a quién corresponda: ¿y dónde queda el sentimiento?

27.11.06

Dejar de latir (cuento)

Un hombre sobrevive comiendo tres veces al día y, lo que es más importante, tirando con puntualidad inglesa y disciplina de samurai.
Ahora yo no lo estoy haciendo como quisiera, pero estoy seguro de que se viene un tiempo de bonanza para mi pene y eso no se deberá a que vaya a ganarme la lotería ni a que repentinamente mi verga aumente de tamaño. Ha sucedido algo maravilloso. Hace una semana, y también gracias a que fui a dar con una gran profesional, logré disfrutar del sexo por sí mismo, sin mezclarlo con los fantasmas del amor ni con los desvaríos del alcohol. Todo por sólo 120 bolivianos.
Había planificado con anterioridad este asunto. Aunque no, no es correcto decir planificar, predisponerse es el término cabal. Sí, así es, con la mente libre de bien y de mal, de resentimientos o de cualquier influencia de mi propio espíritu. Quería sexo y nada más. Estaba feliz de la vida porque la noche anterior había bebido y conversado con los amigos; el ritmo calmo del chaqui en un sábado que va oscureciendo resultaba placentero, más aún cuando Gustavo estaba conmigo, emocionado ante el producto de un trabajo mutuo que, luego de mucho batallar, finalmente vimos impreso.
Bueno, en ese atardecer de El Prado paceño se respiraba el mismo aire del día siguiente a esas innumerables parrilladas con vino, mujeres y amigos, que no acarrean penas a la conciencia ni fracturas al bolsillo. Gustavo y yo divagábamos juntos por los últimos sucesos que cada cual había vivido por su lado, y sin darnos cuenta ya estábamos comenzando a recorrer la avenida 6 de agosto.
—Gustavo, ¿quieres ir a ver unas cuantas putas? A ver si alguna te gusta o me gusta...
—No, hoy no estoy con ánimos para eso. Había pensado en ir a uno de esos lugares contigo, pero ahora no.
Insistí un poco más y terminé diciendo que no me molestaba que se fuera luego de mostrarme las puertas secretas que hay en la calle Capitán Ravelo y de las cuales tenía noticia.
No habían sido tan secretas, a pocos pasos del famoso club Anaconda, hay unas luces de extraño brillo, que en vacíos rellanos sugieren casas sin familia dentro. Gus me acompañó a una farmacia en busca de condones y luego de dejarme allí se perdió de vista tomando el Puente de las Américas.
Estaba a punto de resignarme luego de visitar dos casas, mirar a sus trabajadoras, pedirles que den una vuelta en su lugar, y largarme pensando que, en todo caso, ellas eran quienes deberían pagarme el favorcito del cuerpo.
Sin embargo me aventuré a un tercer sitio, donde las damas eran igual de feas que en los anteriores, excepto por una de piel pálida y ojos grandes, pecas en los pómulos y en la nariz de gancho. Flaca, de cabello ondulado y negro. Ella respondió amablemente a mi pregunta respecto al precio de acuerdo al tiempo. En la pequeña antesala les pedí que dieran una vuelta, y luego resigné:
—Ya de una vez, vamos —mirando a la flaca a los ojos.
—¡Qué! —se alarmó, acaso entendiéndome alevoso.
—Que por favor hagamos pieza —le dije.
—Bueno, ven.
Su cuarto era el último del pasillo. Había un perchero, una cama, un velador, una repisa con flores, una pequeña vasija de barro y un pomo de crema. Un parlante empotrado botando la señal de una radio que, menos mal, no era de cumbia sino de éxitos de música latina.
—¿Cómo te llamas?
—María, ¿y tú?
—Alvaro.
—¿Cúanto tiempo vas a estar?
—¿Lo puedo decidir después? ¿De acuerdo a cómo vayamos?
—Lo que pasa es que se paga antes.
—Ah, bueno. Eh —lo pensé un poco—, eh..., una hora.
—Son ciento veinte.
—Cierto. Aquí los tienes.
—Ponte cómodo..., esperame un rato.
Colgué mi maletín y mi chamarra del pechero, guardando con suspicacia mi dinero, aunque dentro de ese pequeño espacio era difícil no darse cuenta de cada movimiento que se hiciese. El cuarto era pequeño, cabían la cama y el velador a lo ancho y, a lo largo, entre el perchero y la cama, apenas entraba mi cuerpo de lado.
Volvió. Un jean y una blusa entallada le hubiesen quedado mejor que ese short negro a la mitad del culo y ese pedazo viejo de tela blanca que le cubría los pequeños pechos.
—Tienes un buen poto. ¡Muy lindo!
—Gracias —y ensayo una risa de esas que nunca se consuman—. ¿Qué quieres que hagamos?
—Me gusta suavito, calentito —respondí.
Me abrazó y me empezó a besar el cuello mientras se apretaba contra mí.
—¿Estudias? —susurró cerca de mi oído.
—Soy licenciado en derecho, pero me dedico a escribir —y mi voz se iba desvaneciendo, consumida mi piel por el placer.
Ella se estremeció cuando mis manos heladas tocaron su espalda, y se apartó cuando mi lengua le rozó la oreja.
—Nada de saliva por favor.
—Está bien —consentí.
Estaba temblando, intimidado, asustado... qué se yo, no sé precisar el motivo.
—Hechate.
—Sí, de una vez. Tú hechate encima mío —contesté.
—¿Y si te aplasto? —rió, y luego de recostarse—: Estás temblando.
—Sí, van un par de noches que duermo poco y tomo bastante.
—Puede ser que tengas un... —y dijo una palabra equivalente a “tistapi” que sonaba muy científica.
—¡Mierda! Dominas la materia.
—Tercer año de medicina. ¿Te gusta el sexo oral?
—Sí, pero anda bajando poco a poco, empezando por mi pecho —me quité la camisa.
—Bueno. Ya sabes, nada de saliva.
De todas maneras sus labios lograron excitarme. Estaba listo cuando fue más allá de mi ombligo. Me desabroché los pantalones, bajé mis calzoncillos y mi pene surgió como un vigía alerta al menor ruido. Ella aproximó su mano al velador casi sin mover el cuerpo, pero se levantó al ver mi intención de quitarme los pantalones. Calma, desenvolvió un condón entre los dedos y me lo puso con presteza. Aproximó su boca y cerró los ojos.
Era buena. Contenía en relajante masaje mi virilidad casi por completo, luego la asía con una mano y pasaba su lengua por el glande, en prolongadas caricias primero y después en rápido y agitado movimiento. Yacía relajado algunos minutos. Luego le tomé la cabeza por el cabello para marcar el ritmo, el placer fue mayor y mi pene cabeceaba, tal vez próximo al éxtasis... por si las dudas hice que se detuviese.
—Listo —la aparté—, ahora sí. Quiero ver tus tetas y que te pares en la cama y te des la vuelta para verte de atrás.
Así sucedió y luego me incorporé para penetrarla. Se puso crema Nivea en la vagina y listo. Se vino al primerita. Ella encima y dándome la cara, cerrados los ojos. Empezamos con un ritmo marcado y espacioso, luego sincopado, para terminar perdiéndonos en la velocidad y recomenzar. Siempre algunas ideas asoman a la cabeza impidiendo la concentración total del placer, de todas formas yo me termino olvidando del tiempo, y mido las cosas de acuerdo al nivel de fatiga. Cambiamos de posición a lo que bien podría llamarse “el perrito”.
Ella parecía bastante cansada luego de un rato. Primero la sostenían sus brazos, y luego se dejó caer de bruces, lánguida por completo. Yo a cargo de todo el movimiento. Había un espejo tras la cama. Sonreí con malicia, encantado por la imagen de poder que suele inventar el espejo cuando busco olvidarme del que soy.
—Eso que estás haciendo me lastima —reclamó.
—Disculpá. Avisame si hago cualquier cosa que no te guste o te lastime.
—Th... th...— desaprobó cuando repetí el movimiento que le desagradaba.
No volvió a pasar.
Le pedí un cambio más: esta vez yo estaba encima y frente a ella, echada. Pero en seguida me acomodé de lado, sus piernas sobre mi muslo. Sus botas me incomodaron hasta que nos terminamos de amoldar.
Ella gemía con los ojos cerrados, y a ratos se mordía los labios. Su mano tomó mi muslo con fuerza. Mi mano resbalaba por su abdomen con firmeza y, en un movimiento reflejo, ella la estrechó. Sus dedos eran finos y largos, entonces la sentí latir y pensé que el oficio de prostituta es un arte mayor: hay que dejar de latir.
Intenté entrelazar sus dedos con los míos, consintió unos segundos pero terminó zafándose. Me di cuenta de que no era buena idea haberlo intentado ni intentarlo de nuevo. El placer a través del cuerpo debía mandar. Terminé en un clímax nada desdeñable y me recosté a descansar a su lado. Cabíamos en la cama sin necesidad de rozarnos siquiera.
Un chocolate o un pastel serían entonces el más delicioso manjar de la vida.
—¿Cuánto tiempo ha pasado?
—No sé, supongo que ya va a ser hora.
—¡Ja! Qué idiota, no controlé el tiempo —reí.
Pequeño silencio.
—Hay varias canciones que se llama María, deberías buscar una que te quede bien.
—¿Sí? —tomó una olla de barro de alasitas y me la alcanzó para que depositara el condón que pendía de mis dedos como de unas pinzas.
María era una persona pulcra, así lo decía el cuarto. Y lo confirmé cuando se levantó y limpió sus pechos y su abdomen con el líquido de un botellón que parecía expandir el rocío.
Se vistió y abrió la puerta.
—Gracias —dije para despedirme—. Sin ánimo de ofender, eres una
gran profesional.
—Esperame un rato, te voy a acompañar a la puerta —sonrió y salió de la habitación.
Me vestí. Tomé mi maletín. Me peinaba con la mano cuando, por el espejo, la vi volver.
Tomamos el pasillo, rumbeando la puerta.
—Ha sido un gusto conocerte —la besé en la mejilla.
—Para mí también, suerte —correspondió.
Estaba otra vez en la calle. Rumbo a la 6 de Agosto para tomar un trufi y llegar cuanto antes a mi casa: había pastel de chirimoya. Casi todo sabe delicioso después del sexo, pero la chirimoya sabe especialmente deliciosa.

25.5.06

Gajes de un escritor sin editorial ni agente

Publicando el libro de cuentos Cicatriz he aprendido varias cosas. Con el libro en mis manos he vivido el tan ansiado sueño del desdoblamiento. El que podía haber sido yo en alguna de las múltiples posibilidades de la existencia estaba contando su historia en esas páginas. Personajes que habían compartido tiempo, sudor y lágrimas con este tipo estaban ahora lejos; apenado y con la esperanza puesta en sus pasos, los vislumbré a suficiente distancia, perdidos entre la muchedumbre, donde sus ojos ya podían ser de otra mirada.
Ayudarlos a llegar lo más lejos posible es lo que cabe, me dije. Entonces llevé el libro a todas las librerías de La Paz que conozco. La impresión que Cicatriz causa es buena, lo reciben bien en los anaqueles y otros sitios al alcance de la gente. En mi recorrido encontré un sólo obstáculo que, en todo caso, redundaría en una mejor distribución.
En la librería Gisbert, que está cerca de la Plaza Murillo, atienden varios hombres uniformados de chompa roja, que corren de un lado a otro en busca del texto escolar que pide una madre de familia, del libro de historia que le urge a un universitario, del lápiz que pide una niña. Yo me preguntaba si entre tanto apuro llegaría a ser atendido esa misma tarde...
—Dígame joven —un chompa-roja estaba en mis narices, cuando menos lo esperaba.
—Buenas tardes. Estoy ofreciendo un libro de cuentos.
—Pase por aquí —y me condujo hasta un escritorio—, tome asiento.
—Gracias —saqué de mi mochila un ejemplar del libro.
Observó con detenimiento la tapa, la contratapa, las primeras páginas. Preguntó el costo al público.
—Nosotros se lo compramos a... —sacó cuentas con su calculadora y me dijo el precio—. El único problema es que no tiene ISBN.
—¿Qué es eso?
—Es un registro como el depósito legal, pero que es válido en todo el mundo. Saca eso, ya no lo piratean —concluyo categórico.
—Ah, bueno.
—Saca el ISBN, le pone un sello con el número a su libro y se lo compramos.
—Muy bien, gracias.
Al siguiente día me personé a la Cámara Boliviana del Libro. El trámite tomó tres días al cabo de los cuales, como quien pide la hora, la encargada me preguntó algo trascendental.
—¿Va a seguir escribiendo?
—Sí.
Luego pidió unos cuantos datos e imprimió una hoja con el mentado número de ISBN. Sin perder tiempo fui a las cercanías de El Obelisco, donde fabrican sellos de goma.
Las gradas que conducen al segundo piso de una casa antigua, son el techo de la oficina de Graciela. En esa estrechez cabe su computadora, una especie de horno donde fabrica los sellos y todo lo que necesita para trabajar.
—Quiero que me lo hagas un sello con este número —le mostré el ISBN—. Que entre justo aquí —puse mi dedo en el espacio libre debajo del depósito legal, en la página de créditos de mi libro.
—Muy bien joven.
—¿Cuánto cuesta y cuánto tarda?
—En una hora va a estar —y me dijo el precio.
—Ya. Te dejaré el libro, para que calcules bien y hagas el sello con los números parecidos a los del depósito legal.
—Ya joven, en una hora va a estar.
—Listo, nos vemos en una hora entonces.
Pero yo tardé un poco más de ese tiempo y me encontré con que ella seguía con el pan en el horno.
—Ahorita va a estar. Lo que pasa es que me había equivocado en un número y lo estoy volviendo a hacer.
—Ya. Está bien.
Llegó otro cliente, se fue y finalmente mi trabajo esta listo.
—A ver dame el libro, para ver si está bien el tamaño.
—Aquí está. ¿En cuanto lo estás vendiendo?
Le dije el precio.
—Estaba leyendo lo del peluquero, me ha gustado.
—Ah ¿si?
—Vendemelo.
—Con todo gusto.
—Pero me lo tienes que dedicar —sonrió, y sus cachetes bien provistos se sonrosaron.
—Claaaaaro —correspondí la sonrisa.
Dedique el libro, sacamos cuentas y me despedí hasta la próxima vez que necesitara un sello.
Después de unos días fui a la librería de los de chompa roja, me atendió la misma persona que la otra vez.
—Ahora sí pues, con esto ya no le van a piratear —afirmó con orgullo, y una sonrisa de complacencia descubrió sus dientes chuecos.
La librería compró algunos ejemplares y yo seguí mi camino, siempre con unos cuantos libros disponibles en la mochila, que ahora contaban con el registro internacional del ISBN.

10.5.06

Acaso el primer admirador... sin duda el amigo más entrañable de Rodrigo Rojas

Desde que dejó La Paz, Rodrigo Rojas ha vuelto unas cuantas veces sin compromiso alguno con sus seguidores, fanáticos y la gente que lo ve y entrevista en la televisión. Para sus amigos y para su familia esos viajes han sido un lujo de frasco chico, motivo de alegría y jolgorio. Pero seguramente, igual que a mí, a sus otros allegados los ha poseído una profunda melancolía al verlo llegar y partir. Rodrigo parece ser un portador de esa sensación, además de un comprobado cargador de la memoria. No sé si su peor enemigo es la memoria, pero sin duda es la mayor arma que esgrime ante la desafiante guitarra que siempre lo espera para vivir y ante el papel sin cuadrícula donde caben sus letras, alas y todo.
Rodrigo llega de visita a su cuarto de frío miraflorino en busca de nuevos recuerdos además de los que Esther, su mamá, guarda en varias cintas de video y algunas de audio, en fotografías y en anécdotas que deshoja entre risas cuando, sin otra excusa que la buena charla, me aparezco en esa casa que siempre aguarda por mí con algo caliente para beber.
No me extrañaría que alguna de esas mañanas en las que nadie espera que se despierte temprano, Rodrigo hubiese llegado vencido por la noche paceña como por un gigante sin rostro a desenterrar del jardín de su abuela el casete de zambas argentinas que con apenas cinco o seis años arrebató a su madre luego de un viaje familiar de varios días, en los que cabían tranquilamente los sesenta minutos de la cinta, repitiéndose una y otra vez.
Quisiera saber si Rodrigo adora o desprecia las repeticiones, en todo caso, las señala con admiración cuando recorremos los lugares por los que pasamos hoy como ayer, como si no existiese el tiempo. “Los sueños que se pueden lograr. A la salida del colegio hablábamos de ellos igual que ahora, y seguimos en ese camino”, me dice cuando atravesamos la pasarela sobre la avenida de los autos que van a más de cien, allí, además de nosotros, se detienen dos muchachos, uno de pelo largo y castaño, el otro de piel morena y risa estruendosa. La pasarela es larga, y luego está sobre el río Choqueyapu. La mayoría de los estudiantes la pasan día a día, durante sus años escolares, sin enterarse que desde allí se puede observar de lejos el colegio. Pocos se van a detener a mirar fijamente el agua que corre, menos van a descubrir luego la magia de la pasarela que avanza dejando estela en la quietud del agua sucia.
Yo descubrí ese tipo de cosas con Rodrigo Rojas. Nada raro que un día mi amigo logre recuperar de debajo del machihembre que ya no hay en su antesala, el tesoro que hace mucho escondió: un cuaderno con un cuento escrito por la mismísima mano de ese niño de diez años que ahora va rumbo a los veinticinco, casado, sosteniendo cuerpo y alma con los turnos rutinarios y los conciertos exclusivos que da en boliches mexicanos, siempre de la mano de su mujer.
“Con el último concierto que hice en El breve espacio días antes de viajar, me di cuenta de que llegué mucho más lejos en el D.F. que en La Paz. En el boliche caben cien personas, pero esa noche había más, estaba atestado, y la gente pedía canciones mías que ni siquiera están en el disco, se las conocen sólo de venir a verme, incluso se saben letras completas. Algunos lloraban cuando canté el tema que les escribí a mis hermanos”. Cuenta entre las tantas cosas que conversamos. “Me va encantar asistir a uno de esos conciertos cuando vaya a visitarte”, le digo, y me acuerdo de un recital en el teatro al aire libre, cuando admirábamos con ingenuidad a un compositor e intérprete que conmovía a las masas. Rodrigo entonces llevó una grabadora en la que pretendía eternizar el espectáculo, pero quedó muy de fondo la música y, en cambio, mi voz, ya gruesa a los trece, sonaba clara en su insistencia por que Rodrigo cantara. “A ver cantá, a ver cantá”, escuché avergonzado hace un par de años, y ahora lo apunto en este escrito como una constancia de mi admiración por Rodrigo aquel entonces, cuando fundamos ese equipo de fútbol titular con los eternos suplentes del curso. Antes de que escribiésemos juntos tres obras de teatro estudiantil, y de que formásemos el ya desaparecido grupo de música Savitar.
Todo, para terminar diciendo que todavía lo admiro. Menos mal, sin la torpeza y el fanatismo de la edad en que uno venera por igual estrellas de rock y amigos talentosos, y que en mí duró bastante. Ahora lo admiro más bien con el aprecio de quien conoce lo que ama, y cultiva la curiosa amistad que no lleva a ningún lado, esa delicia en la que siempre habrá tela por cortar.
Rodrigo trajo esta vez a La Paz la grabación masterizada del disco que en poco tiempo empezará a difundir. Suena de maravilla. Los instrumentos, grabados todos sobre su guitarra, logran conservar la pureza de su interpretación cargada de sentimiento. Los sonidos nacen y mueren por el bien de cada canción. Rodrigo, luego de cinco años, canta Anette como si la hubiese compuesto ayer, y ama a Anette como si aún no le hubiese dado el primer beso. Del centenar de canciones que guardaba sin editar, seleccionó las que conformarían un disco sólido, y con esta decena lo ha logrado. El éxito en Bolivia lo ha mantenido imperturbable; del éxito internacional, los amigos sólo esperamos que sus canciones tengan el trato que merecen y que sus anécdotas queden perpetradas en la risa, como hasta ahora ha sucedido. ¡Larga vida a las cuerdas, hermano mío!


Eduardo Alvarez Sánchez

3.4.06

Reseña sobre la edición del libro Cicatriz

En mi caso la actividad literaria comenzó como un juego arbitrario, supongo que es así siempre. Cortazar dice: “si a los niños los dejasen solos con sus juegos, sin forzarlos, harían maravillas”. Yo me distraía con unas cuantas palabras, y luego fui descubriendo que allí había algo más.... y sí que lo hay.
Considero que el buen arte debe ser divertido y lleno de humor, pero llega el momento en que hay que tomárselo en serio, tomar en cuenta las reglas del juego y el rigor que precisa, sin olvidarse jamás de la diversión y el humor; o sea, es un trabajo serio en el que uno no debe tomarse muy en serio... las veces que me olvidé de la diversión al escribir, caí en un intrincado atado de chistes estrafalarios y sentimientos fingidos.
Sin duda he tenido varios momentos de estreñimiento y otros pocos de lucidez, el asunto es seguir escribiendo y quedarse con lo bueno. Cicatriz contiene lo bueno de mi trabajo, estoy orgulloso del libro y me atrevo a compartirlo con el lector. Confieso que cuando estaba terminado, los temores ante la publicación eran mayores que el coraje, y no es que ahora hayan desaparecido, pero se han aplacado en gran medida gracias a las personas que trabajaron conmigo en el proceso de edición. A esos grandes artistas y profesionales ahora voy a agradecerles.
Mi amigo Gustavo Díaz, arquitecto y diseñador, compuso la tapa del libro y las fotografías que van al principio de cada cuento a modo de carátula; y me sacó la foto de la solapa y todo. Además de la entrañable relación que hay entre nosotros, Gustavo disfruta de mi trabajo tanto como yo del suyo. Fue un placer conversar en el estudio que tiene atrás de su casa, apartado del mundo, y acordar la primera impresión que queríamos dar con el libro.
Gustavo es fanático del “Heavy Metal” y su vida es bastante “Heavy Metal”, no son gratuitas las tonalidades sombrías de sus gráficos, que combinan tan bien con mis relatos; y si mi amigo es un tipo oscuro, se debe precisamente a la diafanidad de su espíritu artístico: la carilla de Correspondencia Extraviada no la he terminado, porque es el cuento que menos me gusta, todavía estoy buscándole algo... me advirtió cuando tenía listo todo lo demás. Yo le dije que ese cuento era importante para mí, él ya lo sabía (buen trecho venimos recorriendo juntos) y de todas formas se lo dije, sabiendo que iba a encontrar algo que ofrecerle al cuento.
Daba por terminada la parte gráfica del libro cuando Gustavo salió al paso sugiriendo que pusiera mi foto en la solapa: es tu primer libro y la gente va a querer conocerte, arguyó. No sé explicar el motivo que me había llevado a hacerle el amague a esa foto “del autor” cuya posibilidad siempre estaba ahí. ¿Acaso quería mantenerme en el misterio? ¿Temía salir feo?... ¿Qué sería? El asunto es que mis otros amigos, Marcelo Prada y Nelson Bravo, apoyaron la sugerencia, y esa misma noche me confié a su conversación mientras cada cual sostenía, a diestra y siniestra, una lámpara, en tanto que Gustavo me disparaba su flash de frente. Un momento para la posteridad en el que deberían aparecer también las caras de mis amigos a todo color.
Con la asistencia de ellos, luego de que Marcelo propusiera no sobrecargar la contratapa con demasiadas letras, que sólo conseguirían atosigar al lector, dirimí sobre el fragmento del prólogo que debería ir en la contratapa.
Es simple: sin sus ideas no hubiese sabido qué hacer en ciertos tramos, y lo que es más importante, sin la presencia de estos entrañables seres hubiese sido imposible tal despilfarro de vino y buena conversación en la challa de la primera prueba completa.
Supongo que en esa u otra noche amable le pedí a Nelson —ingeniero de sonido, músico y compositor— que tocase un temita cuando presentemos el libro (entonces calculé que sería en marzo). Yo ya le había dado una copia de Cicatriz, y antes de marcharse a Santiago de Chile, donde vive, me entrego un CD con una composición suya titulada Cicatriz. Contó: cuando he terminado de arreglarlo, me he puesto los audífonos y la he escuchado con los ojos cerrados, me he conmovido y he llorado.
El tema que hizo Nelson en el piano evoca en mí la misma emoción de cuando estaba escribiendo el cuento, ¡qué gran motivo para las lágrimas el escucharlo una y otra vez en mi cuarto sin luz! Los seres humanos somos capaces de comunicarnos y de encontrarnos en lugares metafísicos comunes a través del milagro del arte. ¡Gracias Nelson! Hasta este viaje tuyo no había sentido en tal magnitud el poder de la música por sí misma.
El poder de la imagen lo sentí al observar detenidamente la carilla del cuento Cicatriz en la prueba: ahí logré ver lo que había escrito, es mi carilla favorita, aunque la mejor composición de Gustavo aparece en La verruga y el infierno, el relato que más le gustó a él.
Creo que el arte es esencialmente un acto de amor. En mis escritos aparecen muchos demonios, después de saber que escondemos muchos demonios dentro, de conocerlos y de compartirlos, somos capaces de compartir también el amor. ¡Que el arte sirva para eso!


Pusieron también el corazón en este libro Margarita Behoteguy, corrigiendo codo a codo los cuentos conmigo, una y otra vez, para que no se nos fuera ningún detalle. Hilda Lucci de Argentina, con quien corregí Cicatriz temiendo que cualquier ciudadano que no fuera paceño y tuviese una cicatriz se perdiera en las calles por las que trajina mi personaje; le debo la distancia a Hilda. Ricardo García de la imprenta Punto de Encuentro, que con su profesionalismo y experiencia nos dio la seguridad de un material de calidad. Daysi Zeballos, que administra Punto de Encuentro siempre con una risa y una sonrisa para regalar. Mi tía Lourdes y mi tío Edmundo, sin cuyo apoyo este libro no hubiese sido posible. Mis padres y mi hermano, que sembraron en mí la curiosidad por los asuntos del espíritu. Los amigos que siempre me han leído. Rodrigo Rojas, con quien desperté a esta otra posibilidad de vida. Cerrando este círculo está Jaime Iturri Salmón, con ese magistral prólogo en el que me sentí un hombre comprendido a pesar de hacer las cosas a mi manera; gracias Jimmy...
...y de cualquier manera la última palabra será la del lector, en cuyas manos dejo mi trabajo.

Eduardo Alvarez Sánchez

24.3.06

Fragmento del cuento Cicatriz

El lunes hablé con don José para trabajar en la peluquería desde más temprano, seguir cortando a la hora de almuerzo y salir a eso de las cuatro. Así cubriría el mismo tiempo de mi anterior horario, pero tendría el resto de la tarde libre.
–No hay problema –me dijo–. Y si quieres salir antes también estoy de acuerdo. A eso de las cuatro, yo te podría cubrir.
Él rió, bonachón, y yo se lo agradecí mientras le apretaba la mano.

Don José es el dueño de las tres principales peluquerías de la calle Santa Cruz. Hay tantas que, si no se observa detenidamente, es difícil darse cuenta de cuál es superior a la otra. Claro que, la primera vez que yo vine por aquí, lo que menos buscaba era la mejor peluquería. En realidad, deseaba que el más ilustre desconocido e inexperto de los peluqueros me cortara la melena.

Estaba tan larga como para hacerme una cola de caballo. Mantuve mucho tiempo ese estilo, a pesar de la flojera que me daba lavar tanto cabello, y a sabiendas de que me quedaba bastante mal. Mi razón secreta no concernía a la cumbia ni al rock épico; sí a la cicatriz que ocupa el lado izquierdo de mi cabeza, formando un inmenso signo de interrogación.
Ya nadie salía con el comentario de que al peluquero se le había ido la mano, o con el típico “¿qué te ha pasado ahí, cómo te has hecho eso?” Odiaba que me recordaran la cicatriz, y más que me pidieran explicaciones al respecto; de modo que, con la cola de caballo, andaba feliz por el mundo.
Ya me estaba sintiendo como un potro, cuando me crucé en la calle con una compañera de colegio que no había vuelto a ver luego de la graduación, y que en la vida estudiantil apenas había intercambiado algún saludo conmigo.

–¿Vos no eras el chico de la cicatriz? –inquirió de buenas a primeras, sin saludar siquiera.
–¿De qué estás hablando? –le respondí mientras intentaba contener la ira.
A juzgar por su expresión, estaba a punto de estirar la lengua y tragarme como a un mosquito, la muy rana.
–Sí, vos eres, ji ji ji –aseveró lanzándome su aliento de cloaca.
–¿Y vos quién eres? –alcé la voz.
Me molestaba tener que suspender los ojos para mirarla. Rió otra vez y, sin más, metió sus dedos entre mis cabellos.
–¿Qué te pasa, qué te pasa? –dije a la vez que me apartaba.
Pero ya era tarde; había palpado la parte pelada de mi cabeza, y entre saltos y hueras carcajadas se iba alejando, la muy hija de rana.

Pasaban los días y la rabieta volvía a través de ese aliento venenoso. Luego de peregrinas y nocturnas reflexiones, caí en la cuenta de que el pelo largo o corto daba lo mismo, así que decidí cortármelo estilo cadete; o, mejor, un poquito más largo de arriba y corto de los lados, ¡no sé che! Ante tanta dubitación era mejor dejar mi corte al criterio del peluquero. Sí, le diría que me había aburrido del pelo largo y que la idea era que quedara corto y agradable a la vista; punto.

Llegando a la Pérez Velasco en apacible caminata, me había decidido. Tomé el pasaje de los libros usados, intenté ojear en un par de puestos, pero una rara impaciencia me impedía estar a gusto donde usualmente pasaba horas de placentero letargo. Crucé la Figueroa, y en la Santa Cruz ingresé a la primera peluquería que me pareció decente. Poco después de sentarme frente al gran espejo, noté que estaba entre otros dos clientes; menos mal, a suficiente distancia como para que sus cabellos no me llegaran.

El artesano correspondiente a mi silla empezó a prepararse. La bulla del mundo le era totalmente ajena; miraba sus tijeras y peines de uno y otro lado, los frotaba por aquí y por allá y volvía a cerciorarse de que estuvieran limpios. Esto apaciguó mis ánimos y seguí observándolo. Ceremonioso, exponía sus utensilios a la llama del mechero; lento, como si fuera a darles nueva e imprevisible forma o, tal vez, como si allí se estuviese extinguiendo el aura del anterior cliente.

Era un hombre delicado y cachetón. Parecía estar tan dichoso en sus zapatos, que ni siquiera se habría enfrentado al conflicto que provocaría la idea de cambiarse por alguien. Supongo que si le preguntasen: ¿te cambiarías por alguien?, él respondería: “sí, tal vez… algún día”. Pero ni siquiera se lo habría planteado antes de contestar, pues a este tipo de personas nada les debe de interesar mucho en esta vida. Así que se expresaría de manera tal que al interlocutor no le quedarían ganas de seguir indagando macanas.

Este peluquero era de los que miraban el rostro que aparecía frente suyo en el espejo, tomaban la cabeza que estaba bajo sus manos y ya tenían idea del tipo de corte que quedaría bien. Lo noté enseguida.
–¿Cómo quiere que le corte? –me preguntó.
–Córteme el pelo decentemente, y punto –respondí de acuerdo con lo planeado.
Asintió complacido y comenzó con lo suyo.
¡Qué tipo delicado, qué sensibilidad, qué amaneramiento sutil y hermoso! Descubrió un espacio pelado mientras exploraba mi cabellera con el peine y, suave, siguió palpando hasta reconocer la sutura por completo. La atisbaba como un artista. Como un artífice que busca en su obra inconclusa los tonos que le darán el cariz final. Por un momento, mi cicatriz se convirtió en algo hermoso.
Grande el cosido, ¿no? Repetía yo para mis adentros una y otra vez, mientras él me cortaba. No me animé a decirlo, porque uno siempre teme equivocarse cuando está a punto de intercambiar algunas palabras con un artesano. Me mataban las ganas de contarle la historia de esa herida, pero no lo hice. Únicamente hubiese arruinado el momento de perfección. He andado por la vida mancillando demasiadas cosas, como para profanar a mi cicatriz en su actual, prolija y milagrosa belleza.

Cuando fue a traer un espejo para mostrarme el resultado de su trabajo, me invadió una profunda pena: pensé que la indeleble marca volvería a ser común y silvestre y, a la vez, fea, delatadora de imperfecciones inapelables. Me mostró el lado derecho de mi cabeza, que era igual al perfil de cualquier hijo de vecino. Después el lado izquierdo en pleno, sin apuro ni maña; como ningún peluquero lo había hecho hasta entonces. Ahí estaba ella: pletórica y soberbia, más clara e interrogativa que nunca. Comenzaba exactamente delante de mi oreja, y se iba abriendo en círculo para formar un perfecto signo de interrogación. Hasta ese día, yo sólo conocía de oídas la forma de mi cicatriz.

Lo que había hecho ese artista nada más que con un par de tijeras y un peine, no tenía nombre: era, simplemente, un fastuoso signo de interrogación… y mi cara, delante de ese gran espejo, era hermosa como la reclamaría mi madre en el niño que fui.
El artista ignoraba mis movimientos internos y, con una suave escobilla, se puso a quitarme los pelitos que siempre quedan en la nuca y en las orejas. Daba gusto la exquisitez con que limpiaba mi cuello. Era un acto de amor a la humanidad, no a mí ni al cliente. Yo podría haber sido cualquier otro.