30.1.07

Consuelo de pajas

Qué difícil es esta soledad rodeada de letras que ya no dicen nada. Me gusta jugar a que nací con el corazón al revés, o bien, amarrado a la cabeza. Pero es inevitable: ahí está la puerta al silencio, del otro lado, sus secretos. Aunque no la vaya a abrir, está ahí. Así que ando por el cuarto, haciéndome el loco ante lo inexorable, mirando de reojo la noche. Me consuela la idea de encender una fogata en pleno altiplano... yo siempre consolándome con humeantes pajas de fueguitos perecederos.

18.1.07

Isla del Sol



Volviendo de la Isla del Sol a casa uno se siente como si hubiese viajado a cien años luz de distancia, fuera de toda lógica y medida de tiempo. La Isla del Sol tiene una manera propia de entender la vida, y cada uno de sus habitantes la encara de esta manera, arreando sus burros, pasteando sus ovejas, estándose en su sitio, como las piedras y los senderos que conducen, siempre, a la vista azul del lago Titicaca. Quien viaja a la Isla debe caminar presto a su silencio: al silencio de la Isla, al silencio propio.
Los más de los visitantes que deciden pasar la noche aquí, desembarcan en la parte sur, correspondiente a Yumani. En el puerto no faltará el niño presto a conducirlo en el asenso por las escalinatas. ¿Dónde se va a alojar?, pregunta Rodrigo con la misma apacibilidad que aguardará, entre tramo y tramo, al agitado viajante que parece cargar el alma dentro de su mochila.
Entre los pequeños senderos cercados de piedra, luego de subir los suficientes metros para perder el aliento, aparecen las primeras posadas, un poco más allá está la escuela de la comunidad y su cancha de fútbol, única superficie plana de la aldea. Quien suba hasta la cima, amén de hallar hospederías provistas de terrazas con sillas, mesas y sombrillas, avistará ambos lados del lago: el día que muere y renace en el horizonte de las aguas. Por un lado la Cordillera de los Andes bolivianos; al otro, la orilla del Perú, habitada de luces nocturnas.
Rumbeando las playas desiertas de la Isla hay chacras de haba, aquí y allá sembradíos de maíz y papa. La vegetación del frío se descubre en la imperdible caminata que va de Yumani, al sur, pasa por Challa, centro de la Isla, y termina en el norte, comunidad Challapampa.
A dos horas y más de paso regular, al final de una leve pendiente, el caminante avistará la magnitud de un espacio limpio que se abre como señalando el final del sendero. Es un lugar que recuerda al color verde, y a la gente se le da por sentarse a descansar en el suelo o en las piedras que rodean la planicie ataviada por nada más que una mesa de piedra y varios banquillos. Pocos metros más adelante, están los laberintos hechos de piedra sobre piedra, cubículos interconectados de una altura poco mayor al metro y medio. Ruinas atribuidas al incario o a Tiwanaku, no importa, lo que el espacio enseña es una cosa de siempre, un equilibrio dado por la tierra a la que el ánimo del viajante se somete seducido por la belleza: el agua, las piedras.
Se retomará el sendero allá donde se lo dejó, donde se quiebra formando una “v” para dar lugar al espacio abierto. En ese punto empieza el descenso hasta la comunidad de Challapampa, donde la arena es finísima y límpida y las cholitas juegan fútbol a orillas del lago. Hay pocos turistas y uno que otro lugar donde servirse una trucha fresca o bien un pejerrey.
Aquí se presenta la oportunidad de tomar un bote para retornar al otro lado de la Isla, pero no faltará quien decida hacer la caminata también de vuelta para comprobar que un camino siempre es también otro, igual que una buena historia cuando se vuelve sobre ella. Se podrá tomar el día entero en esta caminata, y aún quedarán imágenes pendientes, conversaciones con uno mismo, con el compañero o con la novia, fotos que no se vieron ni se guardaron en la retina además de las hermosas que se conserva. Así uno conserva en su fuero la promesa de volver a la Isla del sol, en Copacabana, Bolivia.


11.1.07

Del Espíritu Mayor

Hay una extraña relación entre los escritores como usted y los lectores como yo, me cuentan cosas que vengo buscando desde quién sabe cuando por haberlas visto antes en algún sueño o en algún lugar sin nombre. Me hacen pensar en que los refranes cotidianos no sirven para nada y en que las palabras aprendidas siempre dicen lo mismo, así que terminan sin decir absolutamente nada. Si se repiten demasiado, creérselas es mucho engaño para con uno mismo: que tengas un buen día, te mando un beso, te extraño, te quiero, te amo... Que los hechos cumpliesen lo que las palabras prometen sería distinto, el cantar fuera otro, pero son los mismos cafés y las mismas historias; salvo cuando se nos ocurre contar otras (las mismas pero distintas), o escribir un poema que le robe una sonrisa que yo entienda como promesa de cama u otras alas que hasta ahora no le he visto mover. Le tengo pavor a mi propia quietud que amenaza a diario y apuñala día por medio. A veces me duermo sin atisbos del acercamiento a mí mismo que logro con las palabras que recompongo de entre las que me enseñan. Ahora ninguna excusa me ata, la disciplina es esencial; se lograrán las palabras forjadas, el lenguaje de la tierra prometida, la poesía, y terminaremos haciendo el amor tal como el espíritu mayor manda.

8.1.07

Una ciudad late

Una ciudad late
con aires de pueblo.
Una mujer respira
tierra adentro, con
un niño inspirando
el calor del suelo
que jamás va a pisar.

Un villorrio a dos
pasos del cielo.
Corren sus penas
en un canto
sostenido de sueños:
dioses lisiados
sin derecho a espejos.

Así, así marchamos
sin rumbo alguno
pero pidiendo horizontes
al universo.

Así, así vivimos
bailando para pasar
de noche a un mañana
incierto.

Así como el que asiste
a su propio dolor
yo quisiera ver
los colores de mi pueblo.