27.11.06

Dejar de latir (cuento)

Un hombre sobrevive comiendo tres veces al día y, lo que es más importante, tirando con puntualidad inglesa y disciplina de samurai.
Ahora yo no lo estoy haciendo como quisiera, pero estoy seguro de que se viene un tiempo de bonanza para mi pene y eso no se deberá a que vaya a ganarme la lotería ni a que repentinamente mi verga aumente de tamaño. Ha sucedido algo maravilloso. Hace una semana, y también gracias a que fui a dar con una gran profesional, logré disfrutar del sexo por sí mismo, sin mezclarlo con los fantasmas del amor ni con los desvaríos del alcohol. Todo por sólo 120 bolivianos.
Había planificado con anterioridad este asunto. Aunque no, no es correcto decir planificar, predisponerse es el término cabal. Sí, así es, con la mente libre de bien y de mal, de resentimientos o de cualquier influencia de mi propio espíritu. Quería sexo y nada más. Estaba feliz de la vida porque la noche anterior había bebido y conversado con los amigos; el ritmo calmo del chaqui en un sábado que va oscureciendo resultaba placentero, más aún cuando Gustavo estaba conmigo, emocionado ante el producto de un trabajo mutuo que, luego de mucho batallar, finalmente vimos impreso.
Bueno, en ese atardecer de El Prado paceño se respiraba el mismo aire del día siguiente a esas innumerables parrilladas con vino, mujeres y amigos, que no acarrean penas a la conciencia ni fracturas al bolsillo. Gustavo y yo divagábamos juntos por los últimos sucesos que cada cual había vivido por su lado, y sin darnos cuenta ya estábamos comenzando a recorrer la avenida 6 de agosto.
—Gustavo, ¿quieres ir a ver unas cuantas putas? A ver si alguna te gusta o me gusta...
—No, hoy no estoy con ánimos para eso. Había pensado en ir a uno de esos lugares contigo, pero ahora no.
Insistí un poco más y terminé diciendo que no me molestaba que se fuera luego de mostrarme las puertas secretas que hay en la calle Capitán Ravelo y de las cuales tenía noticia.
No habían sido tan secretas, a pocos pasos del famoso club Anaconda, hay unas luces de extraño brillo, que en vacíos rellanos sugieren casas sin familia dentro. Gus me acompañó a una farmacia en busca de condones y luego de dejarme allí se perdió de vista tomando el Puente de las Américas.
Estaba a punto de resignarme luego de visitar dos casas, mirar a sus trabajadoras, pedirles que den una vuelta en su lugar, y largarme pensando que, en todo caso, ellas eran quienes deberían pagarme el favorcito del cuerpo.
Sin embargo me aventuré a un tercer sitio, donde las damas eran igual de feas que en los anteriores, excepto por una de piel pálida y ojos grandes, pecas en los pómulos y en la nariz de gancho. Flaca, de cabello ondulado y negro. Ella respondió amablemente a mi pregunta respecto al precio de acuerdo al tiempo. En la pequeña antesala les pedí que dieran una vuelta, y luego resigné:
—Ya de una vez, vamos —mirando a la flaca a los ojos.
—¡Qué! —se alarmó, acaso entendiéndome alevoso.
—Que por favor hagamos pieza —le dije.
—Bueno, ven.
Su cuarto era el último del pasillo. Había un perchero, una cama, un velador, una repisa con flores, una pequeña vasija de barro y un pomo de crema. Un parlante empotrado botando la señal de una radio que, menos mal, no era de cumbia sino de éxitos de música latina.
—¿Cómo te llamas?
—María, ¿y tú?
—Alvaro.
—¿Cúanto tiempo vas a estar?
—¿Lo puedo decidir después? ¿De acuerdo a cómo vayamos?
—Lo que pasa es que se paga antes.
—Ah, bueno. Eh —lo pensé un poco—, eh..., una hora.
—Son ciento veinte.
—Cierto. Aquí los tienes.
—Ponte cómodo..., esperame un rato.
Colgué mi maletín y mi chamarra del pechero, guardando con suspicacia mi dinero, aunque dentro de ese pequeño espacio era difícil no darse cuenta de cada movimiento que se hiciese. El cuarto era pequeño, cabían la cama y el velador a lo ancho y, a lo largo, entre el perchero y la cama, apenas entraba mi cuerpo de lado.
Volvió. Un jean y una blusa entallada le hubiesen quedado mejor que ese short negro a la mitad del culo y ese pedazo viejo de tela blanca que le cubría los pequeños pechos.
—Tienes un buen poto. ¡Muy lindo!
—Gracias —y ensayo una risa de esas que nunca se consuman—. ¿Qué quieres que hagamos?
—Me gusta suavito, calentito —respondí.
Me abrazó y me empezó a besar el cuello mientras se apretaba contra mí.
—¿Estudias? —susurró cerca de mi oído.
—Soy licenciado en derecho, pero me dedico a escribir —y mi voz se iba desvaneciendo, consumida mi piel por el placer.
Ella se estremeció cuando mis manos heladas tocaron su espalda, y se apartó cuando mi lengua le rozó la oreja.
—Nada de saliva por favor.
—Está bien —consentí.
Estaba temblando, intimidado, asustado... qué se yo, no sé precisar el motivo.
—Hechate.
—Sí, de una vez. Tú hechate encima mío —contesté.
—¿Y si te aplasto? —rió, y luego de recostarse—: Estás temblando.
—Sí, van un par de noches que duermo poco y tomo bastante.
—Puede ser que tengas un... —y dijo una palabra equivalente a “tistapi” que sonaba muy científica.
—¡Mierda! Dominas la materia.
—Tercer año de medicina. ¿Te gusta el sexo oral?
—Sí, pero anda bajando poco a poco, empezando por mi pecho —me quité la camisa.
—Bueno. Ya sabes, nada de saliva.
De todas maneras sus labios lograron excitarme. Estaba listo cuando fue más allá de mi ombligo. Me desabroché los pantalones, bajé mis calzoncillos y mi pene surgió como un vigía alerta al menor ruido. Ella aproximó su mano al velador casi sin mover el cuerpo, pero se levantó al ver mi intención de quitarme los pantalones. Calma, desenvolvió un condón entre los dedos y me lo puso con presteza. Aproximó su boca y cerró los ojos.
Era buena. Contenía en relajante masaje mi virilidad casi por completo, luego la asía con una mano y pasaba su lengua por el glande, en prolongadas caricias primero y después en rápido y agitado movimiento. Yacía relajado algunos minutos. Luego le tomé la cabeza por el cabello para marcar el ritmo, el placer fue mayor y mi pene cabeceaba, tal vez próximo al éxtasis... por si las dudas hice que se detuviese.
—Listo —la aparté—, ahora sí. Quiero ver tus tetas y que te pares en la cama y te des la vuelta para verte de atrás.
Así sucedió y luego me incorporé para penetrarla. Se puso crema Nivea en la vagina y listo. Se vino al primerita. Ella encima y dándome la cara, cerrados los ojos. Empezamos con un ritmo marcado y espacioso, luego sincopado, para terminar perdiéndonos en la velocidad y recomenzar. Siempre algunas ideas asoman a la cabeza impidiendo la concentración total del placer, de todas formas yo me termino olvidando del tiempo, y mido las cosas de acuerdo al nivel de fatiga. Cambiamos de posición a lo que bien podría llamarse “el perrito”.
Ella parecía bastante cansada luego de un rato. Primero la sostenían sus brazos, y luego se dejó caer de bruces, lánguida por completo. Yo a cargo de todo el movimiento. Había un espejo tras la cama. Sonreí con malicia, encantado por la imagen de poder que suele inventar el espejo cuando busco olvidarme del que soy.
—Eso que estás haciendo me lastima —reclamó.
—Disculpá. Avisame si hago cualquier cosa que no te guste o te lastime.
—Th... th...— desaprobó cuando repetí el movimiento que le desagradaba.
No volvió a pasar.
Le pedí un cambio más: esta vez yo estaba encima y frente a ella, echada. Pero en seguida me acomodé de lado, sus piernas sobre mi muslo. Sus botas me incomodaron hasta que nos terminamos de amoldar.
Ella gemía con los ojos cerrados, y a ratos se mordía los labios. Su mano tomó mi muslo con fuerza. Mi mano resbalaba por su abdomen con firmeza y, en un movimiento reflejo, ella la estrechó. Sus dedos eran finos y largos, entonces la sentí latir y pensé que el oficio de prostituta es un arte mayor: hay que dejar de latir.
Intenté entrelazar sus dedos con los míos, consintió unos segundos pero terminó zafándose. Me di cuenta de que no era buena idea haberlo intentado ni intentarlo de nuevo. El placer a través del cuerpo debía mandar. Terminé en un clímax nada desdeñable y me recosté a descansar a su lado. Cabíamos en la cama sin necesidad de rozarnos siquiera.
Un chocolate o un pastel serían entonces el más delicioso manjar de la vida.
—¿Cuánto tiempo ha pasado?
—No sé, supongo que ya va a ser hora.
—¡Ja! Qué idiota, no controlé el tiempo —reí.
Pequeño silencio.
—Hay varias canciones que se llama María, deberías buscar una que te quede bien.
—¿Sí? —tomó una olla de barro de alasitas y me la alcanzó para que depositara el condón que pendía de mis dedos como de unas pinzas.
María era una persona pulcra, así lo decía el cuarto. Y lo confirmé cuando se levantó y limpió sus pechos y su abdomen con el líquido de un botellón que parecía expandir el rocío.
Se vistió y abrió la puerta.
—Gracias —dije para despedirme—. Sin ánimo de ofender, eres una
gran profesional.
—Esperame un rato, te voy a acompañar a la puerta —sonrió y salió de la habitación.
Me vestí. Tomé mi maletín. Me peinaba con la mano cuando, por el espejo, la vi volver.
Tomamos el pasillo, rumbeando la puerta.
—Ha sido un gusto conocerte —la besé en la mejilla.
—Para mí también, suerte —correspondió.
Estaba otra vez en la calle. Rumbo a la 6 de Agosto para tomar un trufi y llegar cuanto antes a mi casa: había pastel de chirimoya. Casi todo sabe delicioso después del sexo, pero la chirimoya sabe especialmente deliciosa.

10 comments:

Estido said...

Ah, cochinito, ¿no? Gráfico el relato, demasiado, talvez, pero es cuestión de gustos. En todo caso, Álvaro debería volver para averiguar si la mina ya sabe contener los latidos...

Anonymous said...

oye ososo, no se si te ha llegado mi felicitación por haber reactivado tu blog. Esta bueno el cuento, sólo que se nota que andas cachondo yaaaaaaaaaaa ajajajajaja mentira compadre, muy narrativo y vivido seguramente.

Edu said...

Jajaja, me gusta que el relato sea gráfico, che; ahora no sé si me gusta mucho que se me note la cachondez. Una cosa Estido: me complacería leer los adjetivos tres equis con los que el vendedor de revistas ofrece su merca a los changuitos primerizos en al Tiquina

Vania B. said...

No olvidaste ningún detalle. Bastante descriptivo el cuento.

No sé si sólo los hombres pueden disfrutar del sexo por sí mismo, sin los fantasmas del amor como dices, total, con alcohol encima me imagino que es también sexo por sí mismo nomás. Que despelote. Mejor vuelvo al laburo.

Edu said...

Yo estoy seguro, Capsula, que las mujeres pueden disfrutar incluso mejor que los hombres del sexo por sí mismo. Lo que a muchas las traba es la carga social, lo que se espera de una mujer. Hay un autor de psicología, mi preferido, Gikovate, que plantea el sexo como contrario al amor, pues en el sexo uno vive su propio placer a través del otro, en cambio en el amor la sensación subjetiva es de ternura y protección para con el otro.

Vania B. said...

Ah ché, las cosas que una aprende a estas alturas de la vida. Y sí, definitivamente lo que nos mata, (a la mayoría de las mujeres, sobretodo a las cobardes como yo) es el tema de la carga social, lo que "una debería ser y hacer". Ese tema lo tenemos bien metido en la cabeza y es superdifícil cambiar de actitud.

Saludos querido Eduardo.

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