24.3.06

Fragmento del cuento Cicatriz

El lunes hablé con don José para trabajar en la peluquería desde más temprano, seguir cortando a la hora de almuerzo y salir a eso de las cuatro. Así cubriría el mismo tiempo de mi anterior horario, pero tendría el resto de la tarde libre.
–No hay problema –me dijo–. Y si quieres salir antes también estoy de acuerdo. A eso de las cuatro, yo te podría cubrir.
Él rió, bonachón, y yo se lo agradecí mientras le apretaba la mano.

Don José es el dueño de las tres principales peluquerías de la calle Santa Cruz. Hay tantas que, si no se observa detenidamente, es difícil darse cuenta de cuál es superior a la otra. Claro que, la primera vez que yo vine por aquí, lo que menos buscaba era la mejor peluquería. En realidad, deseaba que el más ilustre desconocido e inexperto de los peluqueros me cortara la melena.

Estaba tan larga como para hacerme una cola de caballo. Mantuve mucho tiempo ese estilo, a pesar de la flojera que me daba lavar tanto cabello, y a sabiendas de que me quedaba bastante mal. Mi razón secreta no concernía a la cumbia ni al rock épico; sí a la cicatriz que ocupa el lado izquierdo de mi cabeza, formando un inmenso signo de interrogación.
Ya nadie salía con el comentario de que al peluquero se le había ido la mano, o con el típico “¿qué te ha pasado ahí, cómo te has hecho eso?” Odiaba que me recordaran la cicatriz, y más que me pidieran explicaciones al respecto; de modo que, con la cola de caballo, andaba feliz por el mundo.
Ya me estaba sintiendo como un potro, cuando me crucé en la calle con una compañera de colegio que no había vuelto a ver luego de la graduación, y que en la vida estudiantil apenas había intercambiado algún saludo conmigo.

–¿Vos no eras el chico de la cicatriz? –inquirió de buenas a primeras, sin saludar siquiera.
–¿De qué estás hablando? –le respondí mientras intentaba contener la ira.
A juzgar por su expresión, estaba a punto de estirar la lengua y tragarme como a un mosquito, la muy rana.
–Sí, vos eres, ji ji ji –aseveró lanzándome su aliento de cloaca.
–¿Y vos quién eres? –alcé la voz.
Me molestaba tener que suspender los ojos para mirarla. Rió otra vez y, sin más, metió sus dedos entre mis cabellos.
–¿Qué te pasa, qué te pasa? –dije a la vez que me apartaba.
Pero ya era tarde; había palpado la parte pelada de mi cabeza, y entre saltos y hueras carcajadas se iba alejando, la muy hija de rana.

Pasaban los días y la rabieta volvía a través de ese aliento venenoso. Luego de peregrinas y nocturnas reflexiones, caí en la cuenta de que el pelo largo o corto daba lo mismo, así que decidí cortármelo estilo cadete; o, mejor, un poquito más largo de arriba y corto de los lados, ¡no sé che! Ante tanta dubitación era mejor dejar mi corte al criterio del peluquero. Sí, le diría que me había aburrido del pelo largo y que la idea era que quedara corto y agradable a la vista; punto.

Llegando a la Pérez Velasco en apacible caminata, me había decidido. Tomé el pasaje de los libros usados, intenté ojear en un par de puestos, pero una rara impaciencia me impedía estar a gusto donde usualmente pasaba horas de placentero letargo. Crucé la Figueroa, y en la Santa Cruz ingresé a la primera peluquería que me pareció decente. Poco después de sentarme frente al gran espejo, noté que estaba entre otros dos clientes; menos mal, a suficiente distancia como para que sus cabellos no me llegaran.

El artesano correspondiente a mi silla empezó a prepararse. La bulla del mundo le era totalmente ajena; miraba sus tijeras y peines de uno y otro lado, los frotaba por aquí y por allá y volvía a cerciorarse de que estuvieran limpios. Esto apaciguó mis ánimos y seguí observándolo. Ceremonioso, exponía sus utensilios a la llama del mechero; lento, como si fuera a darles nueva e imprevisible forma o, tal vez, como si allí se estuviese extinguiendo el aura del anterior cliente.

Era un hombre delicado y cachetón. Parecía estar tan dichoso en sus zapatos, que ni siquiera se habría enfrentado al conflicto que provocaría la idea de cambiarse por alguien. Supongo que si le preguntasen: ¿te cambiarías por alguien?, él respondería: “sí, tal vez… algún día”. Pero ni siquiera se lo habría planteado antes de contestar, pues a este tipo de personas nada les debe de interesar mucho en esta vida. Así que se expresaría de manera tal que al interlocutor no le quedarían ganas de seguir indagando macanas.

Este peluquero era de los que miraban el rostro que aparecía frente suyo en el espejo, tomaban la cabeza que estaba bajo sus manos y ya tenían idea del tipo de corte que quedaría bien. Lo noté enseguida.
–¿Cómo quiere que le corte? –me preguntó.
–Córteme el pelo decentemente, y punto –respondí de acuerdo con lo planeado.
Asintió complacido y comenzó con lo suyo.
¡Qué tipo delicado, qué sensibilidad, qué amaneramiento sutil y hermoso! Descubrió un espacio pelado mientras exploraba mi cabellera con el peine y, suave, siguió palpando hasta reconocer la sutura por completo. La atisbaba como un artista. Como un artífice que busca en su obra inconclusa los tonos que le darán el cariz final. Por un momento, mi cicatriz se convirtió en algo hermoso.
Grande el cosido, ¿no? Repetía yo para mis adentros una y otra vez, mientras él me cortaba. No me animé a decirlo, porque uno siempre teme equivocarse cuando está a punto de intercambiar algunas palabras con un artesano. Me mataban las ganas de contarle la historia de esa herida, pero no lo hice. Únicamente hubiese arruinado el momento de perfección. He andado por la vida mancillando demasiadas cosas, como para profanar a mi cicatriz en su actual, prolija y milagrosa belleza.

Cuando fue a traer un espejo para mostrarme el resultado de su trabajo, me invadió una profunda pena: pensé que la indeleble marca volvería a ser común y silvestre y, a la vez, fea, delatadora de imperfecciones inapelables. Me mostró el lado derecho de mi cabeza, que era igual al perfil de cualquier hijo de vecino. Después el lado izquierdo en pleno, sin apuro ni maña; como ningún peluquero lo había hecho hasta entonces. Ahí estaba ella: pletórica y soberbia, más clara e interrogativa que nunca. Comenzaba exactamente delante de mi oreja, y se iba abriendo en círculo para formar un perfecto signo de interrogación. Hasta ese día, yo sólo conocía de oídas la forma de mi cicatriz.

Lo que había hecho ese artista nada más que con un par de tijeras y un peine, no tenía nombre: era, simplemente, un fastuoso signo de interrogación… y mi cara, delante de ese gran espejo, era hermosa como la reclamaría mi madre en el niño que fui.
El artista ignoraba mis movimientos internos y, con una suave escobilla, se puso a quitarme los pelitos que siempre quedan en la nuca y en las orejas. Daba gusto la exquisitez con que limpiaba mi cuello. Era un acto de amor a la humanidad, no a mí ni al cliente. Yo podría haber sido cualquier otro.

3 comments:

pablo said...

Oye amigo, muy interesante tu historia. Es diferente y muy valiosa en el detalle, en lo a tantos se les escapa por su vida desenfranada. Te has detenido a observar, y eso es bueno; como cuando a un adulto le haces recuerdo lo que hacía cuando era niño: mirar el cielo, entretenerse con las nubes, o simplemente cambiarle de color a las estrellas. ¡Buena onda!

Anonymous said...

Hola amigo, que curioso, yo tengo una cicatriz en forma de signo de interrogacion del lado izquierdo de la cabeza. Yo tuve un accidente y se me formo un coagulo, por eso la cicatriz despues de la operacion. Al principio me incomodoba que la gente se me quedar viendo, o que me preguntaran que me habia pasado, pero con el tiempo ha llegado a gustarme mi cicatriz, de hecho si pudiera quitarmela no lo hiciera, es parte de mi ya, pero de igual manera tengo que contestar una y otra vez que me paso ahi jaja. De que es tu cicatriz? espero que stes muy bien, saludos

Edu said...

Hola anónimo: Un abrazo, realmente es una coincidencia curiosa, hasta extraordinaria, creo que las cicatrices nos unen a las personas en general, pero a ti y a mi nos une una en particular, que tiene forma de incógnita!
Yo me golpeé la cabeza contra el cemento, una vez que jugaba fútbol, de forma un poco ridícula, como fue lo tuyo?