28.12.06

Navidad donde no hay navidad


Acepté el turno de la noche en el Hogar sin saber que me tocaría pasar las primeras horas de navidad y año nuevo allí. Nadie me lo advirtió, pero tampoco pregunté al respecto hasta mucho después de tomar el trabajo. No me costó hacerme de la idea, me daba lo mismo pasarla aquí o allá, es más: muy probablemente esta vez pasaría algo interesante para contar.
Los chicos de la calle que rescata el Hogar son divididos de acuerdo a la etapa de reintegración social que atraviesan, así, hay una casa en la que se encuentran los más pequeños, tanto en la fase de adaptación a reglas como de inserción escolar. Yo trabajaba en la otra casa, que alberga a adolescentes con mayores responsabilidades: trabajar y estudiar.
Sin duda, en casa de los pequeños las emociones navideñas serían más fuertes y espontáneas; con los adolescentes era otra cosa, primaba una indiferencia general, poderoso escudo contra cualquier sentimiento. Los muchachos mostraron entusiasmo sólo cuando prometí que llevaría mi DVD y que alquilaríamos varias películas para verlas a lo largo de la noche buena.
Los planes se cumplieron casi al pie de la letra. Chicharrón de pollo había sido el plato más votado entre las opciones del menú navideño y, a pedido de la mayoría, comimos mucho antes de las doce. Dada la ocasión, los dieciocho pudieron repetir el plato. Más tarde llegó el director del proyecto con un saquillo lleno de regalos cargado al hombro. Por si acaso: se llamaba Carlos y en nada se parecía a Papa Noel.
Convocó a todos al living, dijo unas cuantas palabras felicitando a los que habían aprobado el año escolar y no habían faltado al trabajo, y una pequeña reprimenda a los indisciplinados que hacían todo lo contrario a lo que deberían. Todo para advertir que los buenos recibirían pantalón, medias y zapatos deportivos; los regulares medias y pantalón; y los peores solamente medias. Los peores eran nada más dos.
Se les repartió la mercancía por orden de lista, bajo firma de documento que certifique el detalle de las cosas entregadas. Según recuerdo, el fin de este formalismo era rendir cuenta a los bienhechores de España, Alemania y no sé qué otros lares que, dentro de su infinita bondad, se dignaban enviar unos cuantos dólares para estos pobres niños víctimas del tercer mundo.
Luego de la repartija, el director se fue volando. Le quedaba la casa de los pequeños y si demoraba mucho, seguramente no lograría llegar antes de las doce a su propia morada.
Quedó el ruido de las bolsas nylon al arrugarse acompañando diversas muestras de insatisfacción.
—¿No quieres comprar estas gambas joven? Su color una huevada, no me gusta, además me aprieta. ¿Cuanto quieres dar? —abría la oferta un chango ante el potencial comprador que era yo.
Otro me ofreció su pantalón porque prefería los anchos bien anchos, y estos apenas eran un poco anchos. Hubo alguno que regaló sus regalos a su compañero. Si le dieron al asunto diez minutos, es mucho. Dejaron todo en sus cuartos y volvieron al living para escoger una película de Jackie Chan y ponerla en el DVD. Los que hubiesen querido ver algo de Manga se fueron a dormir. Algunos se durmieron es su sitio en mitad de la proyección. Pocos acabaron de verla. Todos dormían poco después del final de la película.
En la noche del amable barrio de Villa Copacabana sonaba a todo volumen una versión de Noche de paz que no volví a escuchar en otras navidades, la interpretaba una banda militar y era una onerosa marcha, totalmente alejada del canto de esperanza que yo recordaba en esa melodía.

Después de haber vivido esto, yo me pregunto: ¿sirven de algo las campañas para recolectar ropa y juguetes para los niños pobres? Es probable que a algunos se les regale una sonrisa, otros tantos quedarán descontentos con lo recibido. En todo caso, los más felices terminaran siendo los artífices y colaboradores de las campañas, por el orgullo de haber entregado. Este orgullo es mayor que el del egoísta que sólo compra cosas para sí y para los suyos. El conflicto del niño de la calle va mucho más allá de lo que vaya a recibir en navidad, al igual que el conflicto de todo ser humano, yo tengo claro eso a la hora de dar o no dar limosna.

21.12.06

La Tarjeta

Habré tenido unos ocho o nueve años cuando el accidente ocurrió. Recuerdo la gran máquina en la que me recosté para que me sacaran una tomografía. Nadie sospechaba que me irían a descubrir un coágulo de sangre. Es más, nadie lo creyó luego de que tomasen el examen. Entonces no lo comprendía y, ahora que reconstruyo la historia, entiendo que debe ser grave que de buenas a primeras, una persona sin rostro te diga: “tu hijo debe ser sometido de inmediato a una operación para extraerle un acumulo de sangre del cerebro”. Tan grave y difícil de creer, que es necesario buscar una segunda opinión. Lógicamente mis padres fueron a buscar otra máquina de tomografías, pero esperaban además un hombre de sonrisa afable diciéndoles que la masa gris de su hijo no presentaba ningún punto rojo. Resulta que tampoco allí había rostro alguno, y que la máquina confirmaba el anterior diagnóstico.

Yo había entendido lo que hacía falta entender, pero necesitaba confirmarlo. Al salir de aquel recinto e internarme en la peluquería más cercana para raparme la cabeza, no aguante más y pregunté.

—¿Mami, me van a operar de la cabeza?

—No hijito, sólo es una intervención.

Admito que la idea de “sólo una intervención” amainó de algún modo mis temores, pero la cara de angustia de mi madre y el inexpresivo rostro del hombre andino que es mi padre, ponían en duda cualquier intento de disfrazar el asunto. De hecho puedo evocar la sensación borde del abismo que sentí cuando tuve que quitarme hasta los calzoncillos para ponerme una bata celeste y corta que con suerte llegaba a cubrir mis genitales.

La “intervención” se dio sin novedad alguna. Recuerdo una mascarilla cubriendo mi voz antes del invencible sueño que me entregó de un momento a otro en brazos de Morfeo. Me imagino que fuera del quirófano había angustia, miedo, lágrimas y todo lo que cabe en el siniestro olor de los hospitales.

Cuando desperté mi madre me observaba desde el muro que contenía su llanto, y mi hermano preguntó con inocencia:

—¿Cómo te llamas? ¿Quién soy yo? ¿Quién es ella?

—Tú eres tú y ella es la mamá —dije luego de haber estado un momento en silencio, sin saber si enojarme o no por la estupidez de su pregunta. ¡Crees que soy imbécil!, era la opción de respuesta que deseché.

Recuerdo el tiempo de entonces como en un reloj de arena mojada. Grande era mi desesperación por salir aunque sea un minuto y dar algunos pasos en el jardín que lindaba con esa habitación blanca e infame. No sé cuál habrá sido el fin de tenerme en cama todo el día, mi ánimo pedía sol, tierra, canicas, autos; era tal el encierro de ese niño, que llegó a disfrutar como una gran aventura la caminata al baño, con su madre sosteniéndole el suero conectado al antebrazo.

Alarmados ante mi espíritu trasgresor, mis padres ofrecieron comprarme un juguete “con tal de que te quedes tranquilo en la cama”. Y yo recordé un pequeño futbolín que había visto con mi hermano en el mercado de Alto Obrajes algún sábado de esos. Poco después de que me lo dieran, mi hermano me contó que el juguete era muy caro, y yo me sentía mal porque siempre me aburría después de jugar un ratito.

Estoy seguro de que todo lo narrado hasta ahora hubiese quedado sepultado en el último rincón empolvado de mi memoria sino fuese por una hermosa y feliz tarjeta que abre el camino a las neuronas tristes. Sí, esa tarjeta escrita en ambas caras interiores es la primera gran historia que leí en mi vida.

La leía una y otra vez, la leía cada día, y luego la recreaba en mi imaginación, le ponía uno y otro final. Esa historia había sido escrita para mí, un perfecto desconocido de la autora, a quién ponía color de ojos e inventaba voz. Ya la veía en su universidad, allá en Estados Unidos, donde todo es distinto y las distancias son tan grandes que uno debe llevarse su almuerzo cuando va a clases. ¿Qué pasó? Que en una de esas Gabriela salió apurada y olvidó su almuerzo. Estaba sentada en un banco del parque a la hora de comer y un compañero se le acercó ofreciéndole la mitad de su hamburguesa, que ella aceptó gustosa.

En ese entonces había unas hamburguesas estilo americano de nombre Quiks. Recién operado, sometido a dieta especial, debía esperar un buen tiempo antes de poder probar una. Pero un medio día llegaron mis tíos trayendo unas para mis padres. Salieron a comerlas al jardín, y yo me conformé con el olor de esa comida estilo americano que me recordaba la historia de Gabriela.

Había otra tarjeta gigante, con las firmas de todos mis compañeros de curso, linda, pero nunca mía como la de Gabriela. Es inenarrable y mágica la amistad que tejí con ella en la imaginación a través de esa tarjeta, aunque no le haya respondido nunca. Ni siquiera se la agradecí años después, viéndola en alguna reunión ocasional de sus padres y los míos. ¿Por qué no lo hice? ¿Qué había detrás de mi timidez cuando, mucho después, ya grande, la vi en el instituto de inglés y fui incapaz de acercarme a saludarla?

Hace un mes más o menos me la encontré en la colación de un allegado, la saludé por primera vez diciéndole su nombre. Debiera haberle dicho: una vez me escribiste un pasaje para viajar en el tiempo. Pero, ¿se acordará de la tarjeta? Al final de cuentas, nunca conversamos y yo me pregunto con Silvio: ¿a dónde van las palabras que nunca dijimos? ¿Acaso se van? ¿Y adónde van?

14.12.06

De la Llamita Blanca

Ayer tuve uno de esos días que no vale la pena recordar. Tal vez la falta de ciertos minerales en mi organismo, producto de una infección con consecuencias nefastas para mi digestión, tuvo algo que ver con esto. Con suerte leí un par de páginas y escribí unas cuantas líneas, es que me costaba concentrarme. Hacia el atardecer, decidí rematar la jornada en el cine, viendo una película que no le significase trabajo alguno a mi mente. Prejuzgar no ha de ser bueno, pero creo que es inevitable que, con su versión de Celia hecha rock de fondo musical y la imagen de Guery Sandoval de Tra-la-la vestido de chola en el afiche, “¿Quién mato a la llamita blanca?” inspire risa, no más ni menos.
Bueno, la cosa es que llegué al cine Plaza con algunos minutos de desventaja, y a pesar de que ya había empezado el filme y que por momentos el sistema de sonido del cine no permite entender bien los diálogos, me enganche de inmediato con el asunto.
¿De qué se trata la película? La llamita blanca es nada más un detalle de la historia, aunque también se puede ver como una metáfora: ya una tomadura de pelo a los medios de prensa, en especial televisivos, que se ocupan de las noticias de forma superficial y sensacionalista en lugar de ver lo que hay detrás, ya también una crítica a los bolivianos en el mismo sentido: ver la llamita atropellada, insultarse, pelearse, ejercer justicia comunitaria, en vez de buscar a la madre del cordero, que no ha de estar tan lejos.
Así, entre chiste y chiste, cada escena de la llamita blanca es una crítica a la sociedad boliviana en pleno, y no están demás las varias escenas en las que todos gritan y nadie se escucha. Los personajes, muy bien construídos y personificados, manejan un peso que de cualquier forma les permite moverse con levedad y natural lenguaje. Y creo que esto constituye una falencia en otras películas bolivianas donde, particularmente, me molesta que a nombre de no se qué, los actores empiecen a hablar un español con acentos que distan mucho del que se sabe hablar en una y otra región de Bolivia.
La naturalidad también se nota en los escenarios. Lo que se muestra de La Paz es lo que vemos a diario en sus calles, cuando caminamos por el prado o el cementerio, por ejemplo. Y esto me recuerda a American Visa, que, con sus hermosas tomas, pareciese estar buscando una gran metrópoli donde no la hay. De paso me permito advertir que en American hay muchas escenas que no aportan en nada a la historia, pero ese es otro tema.
Con un ritmo ágil, sostenido en recursos técnicos impecables, la llamita de Rodrigo Bellot me recuerda los viajes al interior, el interminable plato de pique en Cochabamba, la hermosa mesera que me atendió en un recóndito pueblo del oriente, el camba con el que alguna vez me farreé para terminar discutiendo de racismo y política, la manera en que se reniega de la amnesia nacional, del indio cochino, del camba opa. La llamita muestra en pleno la riqueza de nuestra cultura y también nuestra estupidez, nos hace reír, y al salir del cine no caben dudas de que mal que bien, muy vivo, hay un país latiendo al mismo compás, aun cuando sea en otro tono.

7.12.06

Dos pequeños amigos

Me encontré con Marcos casualmente. Vagaba cerca de la escuela porque mi reunión se había suspendido a último momento y lo descubrí paseando como quien acaba de enterarse de que sólo existe el día de hoy.
¿Quién me estaba saludando? No tenía puestos los lentes, sólo alcancé a reconocerlo cuando nos separaban unos pocos metros. Sonreímos. Quise sostenerle la mirada hasta el momento de estrecharle la mano y, acaso movido por la timidez, volteé los ojos antes.
—¿Qué haces Marcos? —le pregunté.
—Espero a mi prima, que está en la escuela.
Mientras duraran las clases teníamos tiempo para dar un paseo. Mi casa quedaba cerca y él quería conocerla, así que allá fuimos.
Luego de caminar un par de cuadras estábamos meciéndonos en la hamaca. Vimos algunas fotos y escuchamos las viejas canciones de Charly García. Le presenté al loro y al gato, le cayeron de maravilla.
Mi amigo subió al altillo confesando que la oscuridad le daba un poco de miedo. Le mostré el rincón donde escribo, y la atmósfera le inspiró contarme alguna de esas historias que se cuentan en voz baja y que algún día sabremos contar.
Conversábamos de todo lo que a uno lo hace reír cuando Marcos descubrió la envoltura de unas galletas. Alguien las había devorado sin dejar rastro.
—¿Dónde está la cocina? —preguntó.
—No funciona, comemos en una pensión—le respondí.
—¿En serio? —tragó saliva.
—Jua jua jua —su cara de asombró me dio risa— Sí. Vamos a la tienda a buscar unas galletas.
Nos sentamos a comer en la plaza, y mientras el sol bajaba charlamos de fútbol y otros juegos.
Las clases de su prima terminarían con el día, así que empezamos a caminar de vuelta al parque que está frente a la escuela. No tardamos en reconocerla entre la gente que se amontona para salir. Nos despedimos con pena. Era difícil pedirle a Marcos que se quedara un rato más... él todavía no decide, apenas tiene seis años, yo en cambio ya voy por el cuarto de siglo.

4.12.06

Platanitos rancios

Pocas veces me tocó esperar a Marianela. Yo era el mal acostumbrado que solía llegar tarde a nuestros encuentros. Creo que incluso la ocasión a la que voy a referirme llegué un poco tarde, menos que otras veces, sí, pero tarde. Lo que sucedió es que ella me había citado antes de tiempo. Supongo que teníamos algo importante que hacer y por eso tomó sus previsiones.
El asunto es que yo estaba parado allí, en la esquina de la plaza triangular, mal enmarcado en tiempo y espacio, como casi siempre. Viendo a uno y otro lado por si ella se aparecía, sospechando que tal vez mi reloj se había atrasado igual que su dueño, y que ella, a manera de darme una lección, se había ido sin mí. Este tipo cree que lo voy a esperar siempre, es hora de que aprenda a llegar puntual o se empiece a olvidar de lo nuestro, pensé que ella pensaba.
Para apaciguar mis ansias compré una bolsa de platanitos fritos. Hacia tiempo estaba antojado de platanitos fritos, y compré unos antes de llamar al celular de Marianela del mismo kiosco. Masticaba el primero cuando me contestó diciendo que ya estaba por llegar, que esperase un minuto. Estos platanitos no eran como los de mi casera en la universidad, estaban horribles, nada crocantes, parecían chicle. De todas maneras, de forma automática, seguía engulléndome los putos platanitos. A mitad de la bolsa llegó ella. Le ofrecí platanitos y coincidió en que estaban horribles.
—Una huevada de platanitos, ¿por qué los seguimos comiendo? —me pregunté a mí mismo en vos alta, mirando sus ojos.
-Yo te voy a decir porqué —atrajo mi atención—. Porque estabas antojado de platanitos frescos y crocantes y te vienen a tocar unos rancios y hasta cochinos, pero tú tienes la esperanza de que al menos uno de toda la bolsa esté bueno. Lo más probable es que no sea así, y de todas formas te los engulles todos con la remota esperanza de que el antojo se te pase cuando los acabes. O por último quieres creer que esos eran los platanitos que buscabas y deseabas relamiéndote, así que al terminártelos, acabas creyendo, aunque en el fondo no creas, que esos eran tus platanitos. Y así, callado, te quedas feliz y satisfecho.
En tanto explicaba le metíamos a la par los famosos platanitos, y finalizando su disertación no quedaba uno solo. Lo único que dejaron esas frituras, al menos a mí, fue un mal sabor de boca. Pasó mucho tiempo antes de que pensara que seguramente yo le dejé ese mismo sabor amargo y pesado en la boca a Marianela. Yo, yo le dejé ese sabor, como si fuese un platanito hediondo elevado a la enésima potencia. Sí. No es que haya sido o sea un mal tipo, pero sabía que le encantaban los detalles y ni siquiera le di una margarita arrancada de la jardinera central de la avenida Bush. Ni una carta o tarjeta comprada o impresa a computadora, o aunque sea fotocopiada. Nada de nada. Unos pocos chistes y piropos zalameros de esos que se aprenden en las telenovelas que le debe seguir gustando ver.
—Amor, creo que ha pasado suficiente tiempo y es hora de que mis padres sepan de lo nuestro.
Así me decía.
—Princesita, hay que ir poco a poco. Sabes que yo te amo, pero hay que ir poco a poco. Me han roto el corazón varias veces y a ti también, es mejor que sigamos siendo amigos y la relación vaya creciendo así, y vaya por donde deba ir. Hay que dejar que las cosas sigan su rumbo natural, es más maduro— yo le contestaba.
Tal vez me hubiese comportado de otra manera si Marianela hubiese rechazado los platanitos, o me hubiese dicho que bote esa cochinada de frituras, o si hubiese llegado antes que yo y se hubiese ido sin mí en una de esas primeras citas. En fin, el hubiese no nos lleva a ningún lado, ella tendría que volver a nacer para que se cumpla cualquiera de esos hubieses, y yo también.
La verdad siempre es más cruel, y yo no perdí la oportunidad de llevar a la práctica lo que un día que faltó el profesor de sociales nos enseñó entre chiste y chiste el director de secundaria. Es lo siguiente: para qué comprar la vaca si puedes tomar la leche gratis. Entonces yo no entendí lo que quiso decir, y por eso mismo me lo guardé en la memoria, parecía sabio y algún día me podría servir. Como que hasta ahora me sirve y me seguirá sirviendo. Gracias a esa lección conservaré los mejores recuerdos de mi juventud y, en sí, de mi vida.
Marianela era tremenda haciendo cositas, y debe seguir siendo. Además se adaptaba a todo, podía comer cualquier platanito, je je je. Era malísima para el billar pero la pasaba bien jugando conmigo, dejándose ganar cuando jugábamos por hobby o por prendas. Sólo prendas íntimas, por supuesto, hubiese sido un escándalo: ella sin lo de arriba en ese billar de la Villa Lobos que para lleno. Y tampoco era mi intención resfriarla.
Primero se sacaba los aretes y los anillos, y luego la mandaba al baño a que se quitase el sostén y el calzón. Era muy lindo verle los pechos completos tras el escote cuando se agachaba a golpear las bolas con el taco. Le daba como sea y luego yo me cruzaba con ella para embocar una bola después de rozarle los pezones por encima de la blusa. Adivinar sus pezones erectos bajo la blusa era una belleza. Pero me excitaba especialmente el momento en que salía del baño y me mostraba, como un secreto, su tanga dentro de la cartera. Se ponía de espaldas muy junto a mí y abría el cierre del bolso para mis ojos, y luego yo le metía los dedos bajo el pantalón, por delante, y juntábamos las lenguas antes de separarnos para seguir dándole al taco.
Hago varios juegos de ese estilo a manera de encender la cama, pero ese me recuerda especialmente a Marianela, porque la primera vez que lo hice fue con ella. Hay otros en los que la chica que aparece en mi recuerdo podría ser tanto una como otra, o dos, o varias. La memoria es algo extraño, incluso hay cosas que no sé si hice o vi en una película. Con los años esto se debe agudizar, y es algo que no me importa en lo más mínimo. En todo caso me alegra. Al final recordaré mi vida tan plena como en las películas o telenovelas que le gustaban y le deben seguir gustando tanto a Marianela.
Obvio que siempre tendré presente lo buena que era tirando. Como se movía cuando estaba encima de mí, como gritaba. Quizá también me esté equivocando, y por tratarse de una de las primeras experiencias en mi carrera de patán la recuerde maravillosa. ¡La memoria y sus engaños! Sólo para comprobarlo, voy a llamarla cuando vaya a La Paz. Recordaremos viejos tiempos siempre y cuando se comporte y no me salga con asuntos de pensiones o de ver a mi supuesto hijo. Con todo respeto: son macanas con intención de amarrarle los huevos a uno. A mis años no estoy para eso, sé lo que quiero. No me conformo con platanitos rancios, tengo que buscar lo mejor. Si tal existe, entonces me quedo con ello. Mientras tanto, ¿para qué comprar la vaca si se puede beber su leche? Sí, Marianela es un buen motivo para darse una vueltita por La Paz.